Existen objetos con cualidades casi “mágicas” que perduran en el tiempo a pesar de todo. Son atemporales. Sobreviven, como mucho, con un pequeñísimo restyling. Se vendieron, se venden y se seguirán vendiendo. Son eslabones imprescindibles dentro de la cadena de la cultura y del contexto histórico. Sin ellos, la cadena no estaría unida, porque son símbolos de un período en concreto. Al marcar una época, su atractivo trasciende más allá del contexto inmediato al que pertenece, tanto, que un objeto hecho a principios del siglo pasado puede seguir totalmente de moda sin por ello tener que asociarle ningún aire “retro”.
Curiosamente, un producto que ha roto todos los moldes, como ha logrado, por ejemplo, el ya famosísimo iPhone, en el cual la estética va casi totalmente ligada a su funcionalidad (la forma sigue la función, en este caso), dentro de unos años ya se verá antiguo, como sucede si llega a nuestras manos ahora uno de los primeros móviles. Y es que los productos no se vuelven atemporales por la función que desempeñan, ni por las soluciones novedosas que dan al entorno dentro de un contexto determinado; esta atemporalidad viene de la mano de la estética y dentro de las funciones más básicas, como por ejemplo, el sentarse.
Lo importante es la calidad. Lo que acaba por trascender es toda la reflexión que hay detrás de un producto, que solo es el resultado final. La universalidad de ciertos productos industriales viene dada por las causas y no por los efectos, es decir, por las ideas y no solo por las formas.
La famosísima Vespa, fabricada por primera vez en 1946 por la empresa italiana Piaggio