Un diseño cada vez más hostil se abre camino en la configuración del espacio público, generando ciudades más ordenadas, pero cada vez más inhóspitas para quienes las habitan
Desde que los humanos decidimos crear asentamientos estables, las ciudades han sido probablemente uno de los ejercicios colectivos más complejos con el que nos hemos comprometido, y es que urbanizar calles, plazas o parques, requiere de amplios acuerdos sociales y en permanente revisión, con el fin de que los distintos espacios de socialización que compartimos se conviertan también en espacios de convivencia.
Uno de los más destacados urbanistas que ha tenido Estados Unidos, el polémico y controvertido Robert Moses (1888-1981) responsable de la apertura de la ciudad de Nueva York a la era de los coches y creador de los suburbios modernos de Long Island, decidió proyectar, durante los años treinta, una serie de puentes bajos en las vías de conexión de la ciudad con Long Island. Unos puentes que impedían el paso de los autobuses, y con ello, el acceso de los más pobres a las playas de la ciudad. Un simple elemento arquitectónico, se convertía de repente en un eficaz aliado para la discriminación social.
El crecimiento exponencial de la mayoría de ciudades, la complejidad de su entramado sociocultural, el crecimiento de las desigualdades sociales, el excesivo apoderamiento del automóvil o la creciente vulnerabilidad respecto a los ataques terroristas, configura en la actualidad algunos de los principales retos que las ciudades deben afrontar.
De forma sigilosa y constante, las ciudades van perdiendo espacios de reunión, de intercambio, de descanso. Los antiguos espacios de socialización quedan relegados a la mercantilización del espacio público mediante el mercadeo de licencias para su explotación, y el vehículo privado sigue librando una árdua batalla atemorizado frente a cualquier revisión de la planificación vial.
Un contexto que posibilita la tentación de “bunkerizar” los espacios públicos, cerrando perimetralmente las zonas de juego de los más pequeños o construyendo condominios a modo de fortaleza. Ciudades dentro de otras ciudades, como las populares torres Marina City que el arquitecto Bertrand Goldberg proyectó en Chicago durante la década de los años sesenta. Previstas de todos los servicios que se pudieran requerir, uno podía vivir sin salir de ellas.
También el mobiliario urbano se ha convertido en un aliado antisocial. Los bancos se sustituyen por sillas o incorporan reposabrazos centrales, con la única finalidad de impedir a las personas sin techo encontrar un aliado para su descanso. La confortabilidad ha quedado relegada en muchos casos al diseño de elementos hostiles, que invitan a marchar.
Un buen ejemplo de ello lo encontramos en el banco Camden, un encargo de la Camden London Borough Council. Fabricado enteramente en hormigón por Factory Furniture, el banco carece de respaldo y sus asientos se encuentran inclinados hacia delante. Un banco diseñado para disuadir su uso para descansar, estirarse o practicar skate, pero que funciona perfectamente como barricada, en caso de amenaza terrorista.
Las farolas, antiguos puntos de intercambio de información y de servicios, se diseñan actualmente con el fin de evitar tales prácticas. Formas y texturas convierten sus superficies en un antídoto a cualquier adhesivo, minimizando los costes de mantenimiento, pero eliminando también un magnífico espacio gratuito y espontáneo de intercambio.
Bajo el pretexto del orden y la seguridad, corremos el riesgo de construir ciudades que limiten cada vez más la socialización entre sus conciudadanos. Ciudades aparentemente más limpias y ordenadas pero también más hostiles para quienes las habiten.