La diferencia entre realidad y ficción es cada día más confusa. La ficción, igual que la mentira, coexisten con la verdad y son tan reales como lo que llamamos “la realidad” (aunque no sabemos exactamente qué es).
Nuestro mundo personal y colectivo está hecho de tres “submundos parciales”:
1-El de las cosas reales y tangibles: los espacios que ocupamos, los objetos que manipulamos y los eventos que experimentamos.
2-El de las imágenes materiales fabricadas y difundidas por la tecnología y el aparato multimediático, y que representan el submundo 1.
3-El de las imágenes mentales de los submundos 1 y 2 que están en el cerebro (memoria visual, recuerdos, emociones, subjetividad, etc.).
Se incluyen en este submundo 3 otra clase de imágenes, no redundantes sino creativas: las de la imaginación, que consiste en producir voluntariamente imágenes y combinarlas generando ideas e innovación.
El problema es que la imaginación está muy impregnada de los estímulos externos que condicionan nuestra intuición, instinto y modos de pensar.
Lo que caracteriza nuestra civilización es la fuerza conjunta del consumismo voraz que todo lo convierte en mercancía (incluidas las emociones y las ideas), y la sociedad del espectáculo, con la euforia y el ruido, que sirven de narcótico de la realidad. Todo esto, en el marco de la complejidad, su incertidumbre y sus contradicciones.
En este entorno turbulento que nos desborda, la única referencia a la que nos agarramos es la de las imágenes. Abundan por todas partes, nos persiguen y nos embisten, es lo único en que creemos. “El hombre cree lo que ve” (Brunswicg). “Lo sé porque lo he visto, y lo que no es visible no existe”. Esto, con independencia de si lo que nos muestran las imágenes son posverdades, manipulaciones o fake news. Es el imperio de lo visual, y su poder es intrínseco, porque el humano es un ser visual. Así se cierra el círculo vicioso.
El inteligente humorismo crítico de Riki Blanco, que nos regala desde las páginas de El País, “dice más que mil discursos”.
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