Una lectura sensorial del entorno
Nosotros no somos “seres visuales”, tal como así nos autocalificamos. Somos hipervisuales. Estamos habituados a la hipervisualización del entorno, los espacios, el espacio urbano, espacio construido y sus representaciones, las imágenes del mundo, mensajes y estímulos ópticos que inundan el entorno (o tal vez son el entorno).
Tan hipnotizados estamos, paradójicamente tan “cegados” estamos por lo visual, que no nos damos cuenta de los parámetros complementarios que nos están facilitando los otros sentidos. Pese a esa inconsciencia, nuestro cuerpo sigue su trabajo: capta las impresiones del entorno por medio de todos los canales del sistema sensorial. Simultánea y constantemente. Incluso durante el sueño, nuestros sensores no paran: el olfato, el oído, el tacto siempre están activos, atentos a los cambios del entorno (el contacto con la ropa, los ruidos, la temperatura, etc.). Vivimos en efecto en una época de hipervisualización hegemónica a la cual hemos supeditado la actividad sensorial global.
¿Y el tacto?
Hace unos años apareció la consciencia de la polución sonora, la contaminación acústica, lo que provocó nuevas investigaciones en esa área. Así se produjo una lenta consideración de la imagen sonora de un lugar, los “espacios sonoros” y los “paisajes sonoros” que caracterizan un determinado espacio. Se incorporó después el estudio de la imagen olfativa y, sobre todo, la imagen táctil de los objetos, las superficies, las texturas, la temperatura, el peso, etc. Imágenes sensoriales todas ellas en constante y simultánea actividad, aunque no siempre consciente.
Paradójicamente, los espacios en los que vivimos: el apartamento, cocina, habitaciones, estudio, oficina, son espacios de pequeñas dimensiones del orden de menos de 10m². Percibimos esos espacios con ayuda de la visión y un poco con la audición, pero ambos canales son “sentidos de lo lejano”, de largo alcance. El olfato también se incluye entre esos sentidos de lo distante (humos de incendio, fugas de gas, efluvios de cocinas, olores de pintura, olor a quemado se esparcen por todo el apartamento.
En cambio, el tacto, que es la prueba misma de nuestra presencia en un lugar, ese sentido del contacto y la instantaneidad que no cesa de estar presente, casi nunca se toma en cuenta. El tacto, al contrario de los otros sentidos, se extiende por la piel de todo el cuerpo y tiene un gran poder emocional por el hecho de que nuestra implicación táctil es continua y total. Siendo la piel lo que limita nuestro cuerpo por relación al “fuera”, ella define por sí misma la noción existencialista del “yo, aquí y ahora”.
El espacio sólo existe para quien lo ocupa.
Cada espacio arquitectónico es también el lugar de nuestro cuerpo.
El suelo, antes de ser visto es sentido, tocado por el hecho mínimo de que los pies están en contacto con él. El tacto nos revela la continuidad de un espacio. Gracias a ese sentido de exploración, los objetos se relacionan unos con otros en el suelo, las paredes y en varias plantas de un mismo edificio. Así son conectados entre ellos haciendo un todo significante, diferente del significado puramente visual.
En el exterior, es el desarrollo del suelo lo que vincula los espacios parcelados, divididos en un espacio más general y continuo.
Deberíamos redescubrir la función táctil y el contenido táctil del espacio, el entorno y los lugares, enriqueciendo la conciencia predominante de lo visual con toda la miríada de sensaciones. Conciencia plena.