¿Un cuerpo lesionado es arte? ¿La autoflagelación es arte? ¿Una performance con sangre y muerte, es arte? “Arte es lo que el espectador piensa o siente que es arte”, venía a decir Marcel Duchamp a la gloria de la subjetividad: el artista es el que mira la obra. En parte es así, pero eso es tener sensibilidad artística, lo cual parece ser cosa humana. No estoy seguro de que una vaca sienta algo especial ante un Chillida.
Tampoco estoy seguro de que las autolesiones y mutilaciones corporales puedan ser arte, como quería Yves Klein y sus colegas. Ni siquiera el mismo Van Gogh hizo nada por el arte cortándose la oreja. Sin embargo, éticamente -que no artísticamente- es obviamente más aceptable que uno se mutile a sí mismo que no que torture o mate a otro.
A menudo se defiende, incluso con ardor guerrero, una actividad “artística” invocando la tradición. Por ejemplo, en la Tauromaquia: “Arte de lidiar toros” (RAE). Veamos “lidiar: batallar, pelear (…) Burlar al toro luchando con él y esquivando sus acometidas hasta darle muerte” (RAE). Aparte del flagrante incumplimiento del mandamiento “No matarás”, la tradición por sí misma, por más histórica que sea, nunca justifica el arte. Al contrario. El arte no es continuidad, es creación, innovación y ruptura. La tradición, eso sí, sustenta la artesanía, que es cultura popular productiva: no destructiva. Es por eso precisamente, que la artesanía auténtica es tan digna y universal.
Si el toreo fuera un arte, también lo sería el boxeo (excepto en lo de dar muerte al otro jugador). Y las “artes marciales”, a decir de la RAE: “pertenecientes a la guerra (…) bélico, guerrero” (RAE). ¡¿La guerra, arte?! Por experiencia vivida sé que la guerra es destrucción, muerte, hambre, terror sufrido por la sociedad civil masivamente, y no por su culpa. Nadie podría llamar arte a eso.
Que el ancestral instinto de destrucción prevalezca sobre el instinto de supervivencia y el amor a la vida (incluida la ajena) se entiende si uno reflexiona de dónde nos viene. Este ímpetu destructor y el goce ante la muerte ajena está en nuestro instinto animal. De cuando el ser humano era predador y presa; presa de los grandes carnívoros de la sabana y al mismo tiempo predador: tenía que matar para comer. Es la ley de la selva: comer o ser comido.
Pero avivar ese instinto animal del que aparentemente nos habíamos emancipado, disfrazándolo de “fiesta” en nombre de la tradición, es una enajenación y una salvajada. La tauromaquia es una performance necrófila. Un abuso inhumano de fuerza que simula un espectáculo.
Tiene razón el amigo Edgar Morin: no somos sapiens sapiens, tal como nos autoetiquetamos en un ataque de soberbia: somos sapiens demens. No hay más que darse cuenta: homo es el único animal capaz de destruir su madre-tierra, su propia morada y la de sus mismos hijos y descendientes…
Cambio de registro. Permítanme terminar con una nota de ironía. Si he citado el diccionario de la RAE, ahora acudo al Diccionario de la sinceridad de Pitigrilli. Veamos lo que es para él un “Torero: matarife disfrazado de cupletista”. Ánimos. No pierdan el humor, que eso sí es civilizado.