No hay dudas de que vivimos en la era de oro de la liberación. Las cosas liberadas de su idea están condenadas a la infinita reproducción, diría Baudrillard, al xerox infinito de la no-significación. Expulsadas de su órbita, las partículas se liberan de su centro y son infinitamente reproducibles para su propagación y circulación viral. Cuando Walter Benjamin analizó la obra de arte en la era de la reproducción técnica, estaba marcando cómo la irrupción de la tecnología estaba afectando la esencia de la originalidad en el campo del arte. Benjamin identificó el «aura» con la singularidad, es decir, una experiencia irrepetible; en sus propias palabras, «en la época de la reproducción técnica de la obra de arte, lo que atrofia es su aura. El proceso es sintomático; su significación apunta por encima de la esfera artística. Según una formulación general: la técnica reproductiva disocia lo reproducido del ámbito de la tradición». Lo que Benjamin ya había visto en el campo del arte era precisamente el síntoma de esta anomalía, pues la técnica habilita la liberación radical y la reproducción automática del mundo y de todas sus infinitas posibilidades.
Cuando la técnica absorbió el diseño (y todas las demás funciones) la humanidad de su práctica se vació significativamente, no sólo en la naturaleza de su practica sino también en su orientación. Para el nuevo orden del diseño, hablamos de usuarios vez de humanos, de templates en vez de singularidad, de análisis de datos en vez de empatía con humanos, de tendencias en vez de transcendencia, de fuentes en vez de palabras, de upload en vez de aportar, de download en vez de aprender, de llamado a la acción en vez de llamado a pensar, de alta definición digital en vez de alta definición del mundo real, de interface en vez de face-to-face, de inteligencia artificial en lugar de razón humana, de realidad virtual en vez de realidad real, de user-centered en vez de antropo-céntrico. Todo se informatiza, todo se cuantifica (los datos, los porcentajes, las vistas, los clics, los likes, las búsquedas, las interacciones). En la interfaz del marketing digital, el humano es un usuario que experimenta e interactúa con un código, un backend normalizado basado en números y pixeles. El efecto mágico de la máquina primero hizo desaparecer al hombre y, ergo, al diseñador.
El discurso original de la revolución tecnológica prometía que «la maquina reemplazará aquellos trabajos automáticos del ser humano para que este pueda dedicarse a labores más humanas y, además, disponga de tiempo libre». Realidad: ninguna actividad escapa hoy de la técnica. Hoy el diseñador parece ser, en esencia, una especie en peligro de extinción; ahora ya hablamos incluso de free logo-generator, esto es, el reemplazo de la visión humana creativa con un programa algorítmico creativo. Por doquier: herramientas de diseño gratis, templates, mockups, Wix nos dice «haz la web que siempre soñaste». Esta superabundancia de diseño, este repentino boom creativo surge por uno de los tantos logros de esta sociedad positiva: la democratización de las herramientas creativas. El surgimiento del imperio Adobe impulsó el desarrollo del ecosistema digital de fabricación, que combinado con la viralidad de las redes sociales y la comunidad digital (Instagram, Behance, Dribbble), se volvió (extremadamente) fácil para cualquiera (con un conocimiento básico de los softwares) producir material.
Como a diferencia de los ingenieros o arquitectos, los diseñadores no necesitan ningún tipo de calificación para su ejercicio, la producción se vuelve ilimitada, incluso incontrolable, especialmente con la reproducción en los media. No existen dudas de que el diseño se ha vuelto una prótesis del sistema capitalista de producción industrial, es decir, una técnica de fabricación de formas al servicio de la excrecencia del mercado, con sus versiones updated, nuevas características, marketing digital, interfaces de usuario, modas obsoletas (muy diferente al diseño trascendental y objetivo de los años 50), plantillas gratuitas, entre otros. Entonces, además de sufrir la contaminación visual, con la democratización del diseño y su infinita reproducción en las redes, tenemos ahora una contaminación digital, con un tipo de dióxido que es invisible, esencialmente inofensivo: por doquier, posters, logos y diseños cool, interminables news feeds, adds y sugerencias, la proliferación de las cuentas repost, causan una atrofia visual hasta el punto en que nos volvemos insensibles a sus efectos. Como sucedió con el destino del Arte, el diseño termina desapareciendo por estar en todas partes.
Ahora bien, el imperativo categórico del ecologismo (tan cool en nuestros días) indica que es necesaria una responsabilidad ambiental para con nuestro entorno, pero ¿por qué nadie menciona una responsabilidad creativa, para poder preservar la salud visual o terminar con la obsolescencia programada de nuestros objetos? El sistema industrial es un constante generador de formas obsoletas, como escribía Baudrillard, «en todas las civilizaciones anteriores, eran los objetos quienes sobrevivían a las generaciones de seres humanos; hoy, a la inversa, somos nosotros quienes los observamos nacer y morir». De hecho, hay una cualidad metafísica oculta en la esencia de la creatividad y es, precisamente, la cualidad de sobrevivir al tiempo. No caben dudas de que la proliferación tecnológica haya inducido una mutación en la ecología de la especie humana, pues todo este panorama de formas no vivas (objetos, productos, gadgets, máquinas, devices) se ha vuelto tan natural como un ecosistema; y así como intentamos preservar el medio natural, deberíamos igualmente ser responsables con nuestro nuevo medio industrial y tecnológico y, además, conservar nuestras cualidades humanas como parte de ese entorno natural. Y sobre todo, antes de que la creatividad natural del hombre sea reemplazada por cálculos de software, necesitamos preservar los fundamentos humanistas.