Cuando las cosas, los signos y las acciones están liberadas de su idea, de su concepto, de su esencia, de su valor, de su referencia, de su origen y de su final, entran en una autorreproducción al infinito. […] ¿Es posible que todo sistema, todo individuo contenga la pulsión secreta de liberarse de su propia idea, de su propia esencia, para poder proliferar en todos los sentidos, extrapolarse en todas direcciones? Pero las consecuencias de esta disociación solo pueden ser fatales. Una cosa que pierde su idea es como el hombre que pierde su sombra; cae en un delirio en el que se pierde.
Jean Baudrillard, La Transparencia del Mal
Al llegar a esta instancia, la hegemonía, o mejor dicho la transhegemonia (disfrazada de abundancia, democracia y libertad) se extiende a todas las esferas de la existencia, absorbe todo a su paso. Cuando la ideología se escurre en los vacíos de una sociedad despedazada, entre las grietas de los sólidos derretidos y evaporados, lo humano y su libertad se vuelven mercancía, materias de la economía y de la política; y sobre todo, cuando la ideología devora a la ciencia y la tecnología, el hombre (encapsulado en su vida in vitro) se vuelve objeto de experimentación. Y para dominar un territorio, primero, hay que conocerlo; de aquí el despliegue de armas clínicas, tecnológicas y epistemológicas al servicio de la política para un control cada vez más eficiente, preciso, total, customizado. La misma mecánica del mercado se aplica a los individuos, y nace una nueva area de la producción: la industria de la identidad. La identidad se diagrama y se manufactura, se compra y se vende, se cambia y se actualiza, como una mercancía, celebrando el revival del neonarciso. No más anonimato, democratización del salón de la fama. Después del 2006, cuando la portada de la revista Time nos incluyó a todos nosotros (“Si, usted. Usted controla la era de la información. Bienvenido a su mundo” [1]), fue oficial: bienvenidos a la biosfera de información que incuba al neonarciso, el último en su especie, libre, en su ecosistema climatizado. Cuan interesante es que, incluso luego de la individualización exuberante y el festival de la liberación, el síntoma de la crisis identitaria sigue ahí latente. Por doquier, life coaches, libros de autoayuda, motivational speakers, gurus de desarrollo personal, videos y podcasts para la motivación, se han convertido en la terapia diaria de la sociedad. Quizás, éste era el precio que debíamos pagar por la liberación radical: el insoportable vacío de liberarnos de nosotros mismos.
Cuando la tecnología reemplazó a Dios, se concedió a sí misma el don de mayor exorcizador de todos los tiempos. La tecnología lo libera todo, y aun más, cuando se la usa de herramienta para la hegemonía política. En su máxima expresión: la ingeniería genética; infinita promiscuidad experimental, epítome del pragmatismo occidental, fiesta de la manipulación vital (el gen de las focas se combina con tomates, el de los murciélagos con cerdos, el de los humanos con bacterias). Como diría Benjamin, la realidad atravesada por la técnica pierde su aura. Ideología en todas sus matices: individualización del código, de la célula, del hombre. Cuando el gen se libera del cromosoma, se convierte en información. Cuando los acontecimientos se liberan de lo real, se convierten en media. Cuando el sexo se libera de la biología, se convierte en género. Cuando el arte se libera de la belleza, se convierte en concepto. En todos los órdenes, la técnica (al servicio de la ideología) es el medio de emancipación de la esencia de las cosas. En la manipulación genética, la inmortalidad del ADN se extrae en un microclima in vitro para convertirse en data, y una vez liberada (de la mortalidad putrefacta del hombre) su destino es la flotación indefinida para la potencial funcionalidad. Ya no sirve la totalidad (ni Hegel, ni Stalin, ni el Hombre), sino que sirven sus partes. Decía Baudrillard, que en el momento en que lo humano ya no se define por su esencia y su trascendencia sino en términos de genes, la definición del hombre se desvanece, y por lo tanto también la del humanismo. Estos humanos del futuro (o suprahumanos, o transhumanos, como los llaman los optimistas) serán humanos sin padres, sin madres, sin ombligo; humanos que se reproducen a sí mismos ya que son su propia prótesis. Ni siquiera el gen importará ya como patrimonio de la esencia del hombre o como estructura ancestral mistificada y enigmática, sino como materia prima para la manipulación funcional de la información.
Esa misma técnica que acelero las partículas, los circuitos, la información, el tiempo, en fin, la vida, fue el resultado del delirio pragmático que se terminó escurriendo en todas las esferas. Lo no vivo o la tecnología (la máquina, el microscopio, los ordenadores, las pantallas) volvieron al mundo un ecosistema virtual que bajo su condensada atmósfera de información redefine a la especie humana y vuelve inútiles sus funciones vitales. Cuando la tecnología nos liberó de la presencia física (con sus redes sociales y la extravagancia comunicacional) nos volvimos omnipresentes, reproducidos en un sinfín de perfiles por reproducibilidad técnica. La macroestructura de la liberación tecnológica se extendió, como los circuitos del sistema nervioso, a todas las células (sociales), cada uno, con su micro pantalla, micro circuito, micro información, en esencia, un totalitarismo de fragmentación. Ya no estamos libres, estamos liberados. El mismo pensamiento se vuelve circulación, esclerosis-pantalla al ritmo del multitasking digital, con sus infinitas ventanas, informaciones, popups, sugerencias; cada uno con su acceso privado a la dimensión secretamente codificada por huella digital, un gadget que nos conoce mejor que nuestros amigos, o incluso, que nosotros mismos.
Los acontecimientos liberados de la realidad y transformados en media, flotan en el hiperespacio de los medios, arrojados al abismo de la información. Extraídos del acontecimiento real (como un gen o un microbio) los hechos se someten a tratamientos cosméticos antes de ser inyectados nuevamente al mundo real, con sus símbolos, sus transparencias, sus instantaneidades, sus discursos, sus liturgias, sus protocolos, sus ideologías. Todos los acontecimientos durarán lo que duran en la pantalla, para luego morir. El destino de todos ellos es el olvido o el vacío absoluto de la información. Esta anemia de la memoria, esta amnesia colectiva naturalizada petrifica el tiempo: la vida es el eterno presente mediático. Momificados por la instantaneidad de la transmisión (que confundimos con la veracidad de la percepción) nos entregamos al delirio de la información. Hoy a la frase de Wittgenstein sería más bien, el mundo es lo que sucede en los media, y lo real no es más que un campo de ruinas infinito, y así, el mismo arte que lo representa. Y con toda esta extravagancia de los acontecimientos mediáticos, con todo este barroco de la información, incluso la muerte (como evento real o simbólico) deja de tener sentido. Por estar en todas partes, la muerte desaparece (destino de todas las funciones humanas). Inmunes a la muerte, olvidamos morir. Y así la vida (desinfectada y Zen) se vuelve indefinición, no inmortalidad. Reducida a números (como con el Coronavirus) la liturgia mediática de la muerte nos insensibiliza, porque cuanto uno más recuerda la verdadera muerte, más recuerda vivir. Los muertos ya ni siquiera descansan en paz, su destino (como el de todas las cosas) es caer en la ideología capitalista que termina con la muerte de todo, incluso, con la muerte de la muerte.
Ahora bien, ante una realidad cada vez más indefinida, más aumenta la calidad digital: indefinición humana, alta definición digital. La identidad alcanza los sinfines del espacio cibernético: fiesta del síndrome de la identidad. Con el rococó de las redes, el neonarciso se multiplica hacia el infinito y satisface un deseo oculto de mitosis: la clonación. En esta realidad alternativa (la digital) el sujeto esta liberado de su presencia física (la real), por lo que la identidad cae también en el xerox infinito: en su epítome, la proliferación de las redes sociales. Posteados y pixelados, ahí estamos, inmortalizados en nuestras pantallas y clonados por primera vez (y para siempre). A lo mejor, cuando decidimos entregamos a la reproducción viral de imágenes es porque, en el fondo, éramos conscientes de nuestra futura desaparición, y prestarnos al ritual de la propagación era asegurar nuestra inmortalidad en la futura descongelación. Cuánto más nos proliferamos y nos superproducimos, con nuestros objetos, nuestras tecnologías, nuestras pantallas, nuestras noticias, nuestras conexiones, nuestros misiles, nuestros fármacos, todo ese peso es en realidad el vacío de todo lo que realmente no logramos significar, el boomerang de la liberación volviéndose hacia nosotros mismos. Todo parece moverse en un punto muerto, como el reloj digital, que no tiene ni pasado ni futuro, petrificado en la unidimensionalidad de su propia tecnología. Perdimos la historia, y como resultado, el fin de la historia [2], habituándonos a la idea o a la imagen de un mundo sin historia o sin porvenir [3]. Ya ni siquiera estamos en la historia de la Humanidad, estamos en los acontecimientos de los media.
Lo liberado, ante todo, olvida. Olvida su esencia, su causa, su consecuencia, su memoria, su futuro, y ante todo, su muerte. El hombre liberado de su idea prolifera descontrolado de sus genes hacia el infinito, con sus tecnologías, sus circuitos, sus emancipaciones, sus derechos, sus ideologías. Cuando esta anomalía de liberación radical se expande y coloniza a todos los órganos de la vida (incluso, la idea de la vida misma), el cuerpo social se debilita por exceso de materia inútil, por desorden metastásico por pérdida de la idea del hombre. Éste mismo fenómeno a nivel celular es lo que comúnmente llamamos cáncer. Por lo general, la totalidad del sujeto termina muriendo, y junto con él, sus propias células enfermas.
Pareciera que incluso cuando miramos atrás ya ni siquiera es para la admiración o el reciclaje, sino para la revisión: desfosilización de la historia para rematarla por el vértigo de la imposibilidad de generarla. En mayo de 2020, a la pandemia del Coronavirus le sucedió la viralidad de Black Lives Matter, que trajo consigo (además del revisionismo histórico e histérico) la epidémica destrucción de todo monumento afín a este pasado comprometedor. Era cuestión de tiempo para que en Occidente sincronizaran los paisajes: derrocamiento de estatuas, esculturas, símbolos. El sonido de sus caídas se silencia con el ruido de las masas, y comienza en el mundo la exhumación orquestada de los muertos, cuya segunda muerte pareciera de alguna manera tener sentido o reparar algo (siempre es más fácil culpar a los muertos que a los vivos). A este paso, pronto llegaremos al Coliseo o a las Pirámides. Si bien adoramos el eterno presente y a Buddha, parece que en los hechos, el pasado bastante importa como para entregarnos a su destrucción masiva. Pero cuando desaparece el pasado, con él, también se desvanece el sentido. Borramos la historia: ¿pero escribimos una nueva? Este es nuestro terrorismo neoiconoclasta que destruye las representaciones de la historia en lugar de condenar la proliferación del vacío de nuestras imágenes superfluas, clonadas y pixeladas. En nuestra Aldea Global, lo virtual es viral (y viceversa), y la vitalidad del sistema depende de ello. El Blackout Tuesday era eso mismo, la clonación de cuadrados negros en todas las pantallas, un apagón simulado en un sistema más encendido que nunca, en fin, tan sólo la explicita reproducción del vacío.
El hombre se vuelve a sí mismo, pero no como los renacentistas o los cartesianos, sino con una furia violenta y destructora contra su propia idea bajo lo que alguna vez convenimos en llamar progreso, que si bien muerto, continuamos justificando hasta el cansancio. El Humanismo original, el de la Ilustración (no el actual delirio de los derechos humanos) se fundaba en la esencia y libertad del hombre. Ese hilo conductor del que hablaba Kant, esa intención que la Naturaleza había ocultado en el hombre (y en la historia) estaba configurada para ser descubierta y practicada, y en caso de ser renunciada, estaríamos condenados a una desoladora contingencia [4]. Todas las disposiciones naturales de las criaturas están destinadas a desarrollarse con un fin, hoy es su fin el que presenciamos con las metástasis progresistas y de derechos humanos. Y así, la más sublime libertad, la de la razón y el lenguaje, quedaría obsoleta por la hipocresía del mito de la diversidad, por la hegemonía de un pensamiento unidimensional, por un totalitarismo travestido de derechos humanos. Los humanos del futuro nos recordaran como ese difuso periodo de oscurantismo y de transición que destruyó las imágenes, la historia, los valores, en fin, al hombre. Si alguna vez logramos quedar en los libros de historia, será por la destrucción masiva de una especie que se asesino a si misma por exceso de manipulación, por confundir el progreso con la aceleración al vacío.
Existe un momento, ese instante preciso antes de que las cosas sean liberadas, justo antes de que el punto de inflexión cambie por completo la concavidad de la curva. El tiempo antes de ese punto exacto puede ser eterno, o de hecho, ser la Historia. Pero luego de ese momento, jamás habrá modo de volver al estado anterior. Lo liberado pertenece, justamente, a esta dimensión. Hay en la historia ciertos eventos que cambian no sólo las cosas sino, además, el curso de las cosas. Nuestra civilización (luego de la aceleración tecnológica) está justo antes de uno de esos puntos, acercándose a la puerta de su propio abismo, observando lo que a lo mejor ya resulta un deja vu sci-fi. Es casi como si todos los acontecimientos llevaran a esa culminación, a ese momento justo antes de la inflexión. De todas las liberaciones, liberar al hombre de lo humano es sin duda la más catastrófica. Esa es la cuestión: liberar al hombre de lo humano es la infinita liberación. Como no se pueden reducir los estándares éticos hacia lo humano, el mecanismo es inverso: reducir los humano. La deshumanización en todos los sentidos es el comienzo de la abolición de todos esos molestos valores éticos y morales que tanto limitan la experimentación. Desde hace ya un tiempo que en Gran Bretaña se producen clones de ranas sin cabeza como prueba para la futura clonación de órganos humanos. Se cree que si estas copias están decapitadas, no son técnicamente embriones. Así, éstos futuros depósitos de humanos sin cabeza podrán ser utilizados y desechados infinitamente, ya que cierta ausencia en ellos nos hará olvidar que tratamos con humanos.
La libertad es inmanente, la liberación es ideológica.
[1] Cover of Time Magazine’s Person of the year, 2006, December.
[2] Baudrillard, Jean, La Ilusión Vital, Editorial Siglo XXI, 2010, p.52.
[3] Augé, Marc, Futuro, Adriana Hidalgos Editora, 2013, p.66.
[4] Kant, Immanuel, Filosofía de la Historia, ¿Qué es la Ilustración?, Ediciones Terramar, 2004, p.31.