La cuestión de lo viral ya no pertenece solo a la biología. Nuestra nueva virulencia (la digital) crece en la biosfera de la información, propia de los medios y sus circuitos, generando compulsión y excentricidad en todos los sistemas. Las cosas «se vuelven virales» en las redes y luego desaparecen (parece que el destino de los virus acabaría siendo el mismo que el de todo lo demás, cayendo en los órdenes de la tecnología). La propagación (o el «compartir») es la proliferación de agentes infecciosos dentro de las células vitales. La horizontalidad de este proceso es intrínseca a la conectividad de las redes sociales. En este ecosistema, todo puede volverse viral. La viralidad se ha convertido en la forma en que se transmite información a través de nuestra civilización. Cada vez más, lo social parece convertirse en sinónimo de viral. Todos nos convertimos en células hospedadoras, todos nos entregamos a la endocitosis virtual, la información que se auto-replica hasta el infinito, propagando el virus por todas partes.
Internet es el ecosistema perfecto para lo viral; pues su naturaleza es ligera, impalpable y viciosa. En la biosfera virtual, incluso el pensamiento y sus anticuerpos (el juicio) están amenazados por la viralidad y excentricidad de la información. La compulsión por comunicar y sobreinformar destruye nuestras defensas (especialmente la capacidad crítica). Ante el exceso de medios, estímulos, hechos y datos, la facultad de la razón queda totalmente atrofiada por la imposibilidad de distinguir entre información y conocimiento. La interfaz digital de las redes está configurada de tal forma que configura el razonamiento unidimensional frente a la multiplicidad de estímulos.
Lo viral es, en esencia, la transmutación del lenguaje. Las unidades lingüísticas virales (emojis, mensajería instantánea, memes, publicaciones, tweets, videos) evolucionaron a medida que la socialidad se volvió técnica*, convirtiendo la acción social en lenguaje computacional e información cuantificada (como es el caso de los «me gusta»). Anteriormente, «compartir», «hacer amigos», etc., eran formas de interacción que pertenecían a la comunicación analógica. Hoy son sólo fósiles virtuales de una codificación social computarizada y el resultado de una lógica que intenta hacer más social lo social (hipersocial). Y todo ese ruido digital (de tweets, retweets, publicaciones, mensajes, etc.) se compensa con el silencio oral (de humanos petrificados escribiendo frente a sus pantallas).
La transparencia de los virus (y de la ideología) es un signo de su poder. El virus es invisible hasta que muestra sus síntomas (tanto en el cuerpo como en la computadora). Para cuando presenciamos su expansión, ya estamos en sus efectos. Este poder de lo invisible se hizo visible con la edición 2019 del Coronavirus. De repente, el sistema inmunológico global fue desvitalizado por un virus que se estaba extendiendo por todas partes. Era solo cuestión de tiempo antes de que los paisajes urbanos de todo el mundo comenzaran a mezclarse, reducidos a pura geometría arquitectónica, ciudades vacías. Como un recuerdo del futuro, ahí estaba, justo frente a nuestros ojos: la primera imagen de un mundo sin humanos.
Hubo un tiempo en el que incluso el virus dejó de ser parte del mundo real para pasar al orden virtual y continuar allí su viralidad: el virus pasó de estar offline a online (una gran chance que también sirvió como un shock de ascenso total al virtual) Especulación, economía, incertidumbre, violencia doméstica, calles vacías, ciudades abandonadas, ecología; pronto el virus fue intercambiando sus signos con todas las esferas. Incluso su fuerza de contagio se hizo mayor en el mundo virtual, donde la infección es inevitable (a través de la televisión, de las redes, de los circuitos, de las alertas). No era necesario estar infectado realmente para tener el virus. La razón por la que el efecto del Coronavirus fue tan radical es porque, por un momento, nos recordó el mundo real; que quizás no era el mundo que habíamos dejado, sino la materialización del mundo al cual nos dirigimos.
* Van Dijck, José, La Cultura de la Conectividad, Siglo XXI Editores, 2016, p.30.