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Arquitecturas Pintadas

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Fragmentos de ciudad

“La sombra de la ciudad inyecta su propia urgencia…”
John Ashbery

                                                                                                                                                Fotografía de Ainhoa Ibarra

Una reflexión desordenada sobre la ciudad, tras una visita a la exposición "Arquitecturas pintadas desde el Renacimiento al siglo XVIII" , en el Museo Thyssen-Bornemisza y la Fundación Caja Madrid.

Uno siempre se embarca en el recorrido de una exposición titubeante, indeciso, errático “”deambulando por las salas con gestos ambiguos, como si debiéramos mantener un margen de desconfianza inevitable, hasta que el impulso de aproximación hacia una obra concreta se va haciendo mas fuerte…” como narra Alberto Corazón en su libro “El mapa no es el territorio.”
Así me aproximo yo para escribir esta serie de fragmentos de lecturas entrelíneas, de estas arquitecturas pintadas, sucesión de ilusiones.

Una arquitectura que es umbral, lugar desde donde emergen los personajes camino a la vida, como en la abigarrada ciudad que tapiza el lateral del lienzo de Duccio di Buoninsegna, en el que Cristo se encuentra con la samaritana junto a la fuente, o en el de Giovanni D´Ambrogio en el que un tumulto recibe a Cristo a las puertas de Jerusalén. Arquitecturas como sucesión de arquitecturas, en recorridos casi fotográficos, donde un monumento sucede a otro monumento, un catálogo de travellings por arquitecturas que niegan su condición de espacio habitable convertidas en esculturas u objetos varados en los paisajes.

Es interesante observar como de cuando en cuando, esas arquitecturas observadas desde su exterioridad, desaparecen bajo la atracción de los personajes. Curiosamente, cuando el pintor nos introduce en el interior de la escena, y nos convierte en voyeur de primera fila, como en el cuadro de “La flagelación de Cristo” del Maestro dell´Osservanza, nuestra mirada se vuelve mucho mas certera, entendiendo que tras las ligerísimas bóvedas de arista teñidas de azul y oro del pretorio de Pilato, la ciudad perspira, se abre y se oculta, sucede, y una enigmática mujer se asoma a la negrura de una puerta entreabierta. Esa atmósfera de la que hablará Zumthor en sus textos, que permite al espacio trascender a la propia arquitectura.

Fantástica “La Anunciación” de Bonfigli, con esa ciudad que se camufla en verticales y ocres con los montes y lagos del fondo, dónde los enormes cipreses (o pinos) acompañan en su ascenso a los campaniles y las torres del palacio, y donde la ciudad crece tras la terraza en la que sucede la escena.

Cuando llegan las perspectivas de las ciudades, me vienen a la mente los famosos viajes en globo que organizaba Nadar durante los meses que duró la exposición Universal de 1867 en París para poder ver, a vuelo de pájaro, las transformaciones que habían sucedido en el Champ de Mars. Esos pájaros que, como cuenta Ángel González en su maravilloso texto “Roma en Cuatro Pasos”, cosen los elementos separados en las pinturas murales romanas.

La Ruina, con esas columnas que son “principio y fin” y “símbolo de la arquitectura devorada por la vida que la rodea,…fragmento posible de mil diferentes construcciones” como escribiera Aldo Rossi en su Autobiografía Científica. O como apuntó Luis Moreno Mansilla en la visita a esta exposición, “me gusta de la ruina la idea de lo inevitable,…” (El País, 18 de octubre de 2011). La torre de Babel, una lucha sin cuartel por construir el edificio global, el que los representa a todos, el rascacielos, centro comercial, biblioteca y macro intercambiador. El gran edificio híbrido y su imposibilidad por alcanzar los cielos. En esa representación, en permanente construcción, con las bóvedas apuntaladas y las rampas y grúas formando parte natural ya de la imagen final de la misma. La construcción de un observatorio y un faro, una roca sobre otra roca.

Ilusiones que se convierten en paisajes tan irreales como los lienzos de Louis de Caulery que me recuerdan a los renders que muchas veces anuncian el improbable futuro construido, o las fantasmagorías de François de Nomé que me transportan a las arquitecturas-guerra de Lebbeus Woods o a las portadas de nuestros periódicos en los que la arquitectura se lee habitualmente entre los escombros de las ciudades pasto de las guerras o los desastres naturales.

Dos figuras nos observan hieráticas desde la cubierta de una tumba antigua enclavada en un paisaje de Poussin. Nos están aguardando. Nos están advirtiendo que detrás de las colinas se alzan los templos y las murallas, pero que toda la arquitectura cabe entre las cuatro paredes ciegas del sepulcro, en el territorio de nuestras mentes para construir el espacio que conforma la ciudad. Nos despedimos de las salas del Thyssen en día de fiesta, con los soportales e improvisados tenderetes de la plaza del mercado de Nápoles instándonos a continuar en nuestra deriva urbana, alejándonos de esta sucesión hipnótica de paisajes de arquitectura.

En las salas de la Fundación Caja Madrid, nos aguardan desde una atalaya a media altura, o un improvisado observatorio como un caleidoscopio de miradas, las vedute del siglo XVIII junto a una colección de caprichos arquitectónicos.

Una vista del puente de Rialto de Guardi, y la mirada se clava en un pedazo de tela celeste venteado frente a una ventana, una deshilachada cortina que se agita, huyendo del tiempo detenido de la imagen. Las fachadas, emergen como enormes telones, tapiz donde se insinúan puertas y vanos. Un tinglado-decorado digno de Las Vegas de Venturi. La arquitectura convertida en fondo de cuadro, en una gran fachada dando por ejemplo al Gran Canal.

Capítulo aparte el magnífico lienzo de Belloto “Santa María d´Aracoeli y el Capitolio.” La confrontación de dos miradas, (los dos puntos de vista superpuestos del cuadro), la confrontación de dos maneras de acceder: el largo umbral en rampa que lleva a un Capitolio empequeñecido por la altanera dominancia de la sobria y maravillosa fachada de la Iglesia con su ceremonial escalinata, y las estatuas observando a las sombras que habitan los intersticios que quedan entre lo construido, orinando junto a la tapia, y que sirven de anticipo a los mendigos que en el mismo lugar colocará Piranesi en su visión lateral de la misma plaza. Porque la ciudad es también todo aquello que habita en la frontera entre construcciones, en los “afueras” que muchas veces emergen en los mismos corazones de las ciudades, esos espacios intermedios que dan sentido a la arquitectura, (el archipiélago de Benjamín, esas “islas unidas por lo que las separa.”)

En “Capricho con río y puente” del mismo Belloto, me secuestra una inaudita fachada imaginada tan real como la mejor de las arquitecturas. Una fachada ciega a la sombra de una torre que bien podría ser la della Signoria , y donde conviven un improvisado balcón de tablones de madera, un sepulcro de mármol suspendido y un altani, esas terrazas venecianas sobre las cubiertas, que se asoman al paisaje real de los muros arañados por el tiempo.

Nos despide la estampa “Antichità Romane” de Piranesi, una vía Appia que recuerda a la vía de los sepulcros de Pompeya. En ella, una colección dantesca de túmulos, templos, columnas, esculturas, obeliscos, bustos y nichos se nos muestran como un enorme cementerio abigarrado, arquitecturas que sedimentan una sobre otra tras la imagen del nacimiento de la ciudad, en la boca de Rómulo y Remo siendo amantados por la loba capitolina. Principio y fin.

Banville, el escritor irlandés que firmó la magnífica novela “El Mar”, nos dejaba hace pocos días en Madrid esta frase: “Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura.” Y la “arquitectura pintada”, añadiría yo.

Y todas estas ciudades siguen siendo las mismas que minutos después caminamos, llenas de todo lo que queda entre la arquitectura y su representación.

 

Este texto ha sido publicado en la revista Perspectivas nº42 del Museo Thyssen-Bornemisza

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