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Salón Nacional de Artes Visuales del MAC/CR 2017

"Trópico para llevar" de Sara Mata. Fotografía digital, obra ganadora categoría bidimensional.

Museo de Arte Costarricense

El Museo de Arte Costarricense (MAC) exhibe el Salón Nacional de Artes Visuales 2017, el cual invitó como jurados a las curadoras Katya Cazar de Ecuador y Rosina Cazali de Guatemala, así como al historiador Hervé Vanel de Francia. El salón estará abierto hasta el mes de junio del presente año. Los artistas seleccionados fueron Fabrizio Arrieta, Mercedes E. Bebout (Nina), Andrés Murillo, Luciano Goizueta, Victoria Cabezas, Walter Hidalgo, José Sancho, Rossella Matamoros, Roberto Lizano, Roberto Guerrero, Cinthya Soto, Guillermo Porras, José Aurelio Álvarez, Roberto Carter, Sara Mata, Karen Clachar, Pablo Romero, Carolina Parra, Javier Calvo, Aguila, Alessandro Valerio, Marcela Araya, Ariane Garnier, José Castillo, Luis Tenorio, Doreen Bákit, David Garrigues y Gloriana Solís.

Al ingresar al recinto del museo, y pese a la expectación advertida, no dejé de recordar los anteriores “salones anuales” de los setentas, que en aquellos años se realizaban en el Museo Nacional, como también los de inicios de los noventas, expuestos ahí mismo en la sede actual del MAC, y tema a su vez para la exposición precedente realizada en enero del presente año, en tanto estos eventos son una perspectiva para constatar la actitud de transformación que experimenta el arte en el país, sus metodologías y prácticas artísticas. Lo seleccionado, en mi caso personal, implica anotar esas percepciones y trazar un mapeo de la visita. Afirmo que escribir comentarios sobre la producción del arte contemporáneo es otro ejercicio creativo, que requiere caminar la exposición en tanto que al andarla se piensa y anuda lo visto; requiere anclarla, investigarla, escribirla, madurarla, y sobre todo comunicarla.

Vista de la sala principal del Museo de Arte Costarricense, Parque Metropolitano La Sabana, San José, Costa Rica. Foto LFQ.

Aprovecho algunos de mis comentarios recién incluidos en “L’ FATAL on line” (la fatalísima No.9), para sintetizar o extender mis conclusiones acerca del salón: En la sala principal observé un óvalo de arena y piedras de río, y al leer la cédula de la pieza me percaté que su autor era Alessandro Valerio, “Río Tibás” (colografía-frotagge y piedras encontradas 2017). Sé de las andanzas de ese joven artista encausado por lo natural encontrado, y su talento para descubrirlo para nuestras miradas, reinterpretarlo para los sentidos, recomponerlo con su sensibilidad y análisis del fenómeno artístico lo cual incrementa el debate sobre la naturaleza de la obra misma. Disfruté sus tratamientos, como lo que él llama “colografía-frotagge”, técnica que intensifica la sensorialidad de la pieza para estar ahí introduciendo el salón y ser punto de inflexión que redirecciona las miradas del visitante hacia la amplitud temática del salón.

De inmediato me dispuse delante de aquel emplazamiento en concreto con uno de esos símbolos de poder, el águila imperial; alusión directa al situado en “cuesta del fierro” -bajando Ochomogo hacia Tres Ríos-, y recordé el reclamo en redes sociales de que el jurado premiara “un monumento nazi”, en la categoría de “Otros Medios” de Javier Calvo Sandí (Águila, talla en piedra, 2017). Sin embargo, al leer la ficha explicativa de pared, tuve certeza de la cuantía del cuestionamiento histórico, como una más de las manifestaciones creativas de Calvo Sandí para implicar la reflexión sobre la existencia de esos monumentos en espacios públicos o institucionales, fundamentados con la rigurosa investigación que lo caracteriza, y que pretende esclarecer, desde el arte actual el estado de tales incógnitas y paradojas. Ya lo hizo con el Monumento Nacional y otros símbolos de la nacionalidad, prueba a entablar conexiones con la historia, la política, la sociedad de otras épocas de nuestra república, cuyas facetas explican situaciones que el arte permite sacar a flote.

Sara Mata. «Trópico para llevar» Fotografía digital. Foto cortesía de la artista.

En la pared lateral de esa sala principal disfruté las fotografías de Sara Mata, “Trópico para llevar”, también premiadas por el jurado en la categoría Bidimensional, y me propuse rastrear el epicentro de la contradicción, conociendo el trabajo de esta joven, recordé su muestra en Sala 1.1 del MADC 2016, “Diversidad”, con “Paisajes hipoalergénicos”, cuando nos dejamos embaucar por las apariencias de los materiales pero que al cerciorarnos de la realidad nos clavan la estocada, en tanto o son sintéticos o provocan alergias, y a su vez deducir lo “tramposo” de ciertas campañas publicitarias que enarbolan las banderas de lo ecológico en un país donde se sigue tirando basura en cualquier resquicio de la ciudad, o del mismo paisaje en cuencas de ríos o a la vera de los caminos rurales. Sara con “Trópico para llevar” mueve el carácter de la reflexión de esos paisajes de la contradicción.

Luciano Goizueta, “The American Home”. Foto LFQ.

Al fondo de esa sala observé otra de las propuestas galardonadas, la de Luciano Goizueta, “The American Home”, distinguido en la categoría Tridimensional, con una pintura cuyo insumo es una pequeña maqueta dispuesta al lado, y que a algunos nos seduce más esa gracia del modelo que el mismo fruto de su investigación, o sea el proceso o paso a la pintura, un juego recíproco de intensos desafíos.

En la misma sala aprecié la pintura de Fabrizio Arrieta, “Paisaje Costarricense” (Acrílico sobre lienzo 2017), con la calidad técnica acostumbrada y esperada suya, pero abordada desde lo “tiritante” de los espejismos, cuando creemos en la ilusión de lo que no se tiene, pero de repente, lo ilusorio desaparece percatándonos de quedarnos con las manos vacías, o como suele decirse en el argot popular “viendo pal techo”. Vuelvo a las campañas publicitarias que venden al país por sus riquezas naturales, orquídeas, mariposas, papagallos, tucanes, pero al tocar el piso de la realidad, el paisaje desvanece en torno a la violencia urbana, la contaminación visual, sónica, olfativa, atmosférica, amén del tránsito irreparable, o la manzana podrida disfrazada de rosa rubor que nos ofrecen en cada esquina de la ciudad nocturna.

Pablo Romero. “¿Arte Indígena? ¡Qué prosiga la empresa del tropicalismo multinacional!”. Foto cortesía del artista y de Emilia Villegas.

Al llegar a “¿Arte Indígena? ¡Qué prosiga la empresa del tropicalismo multinacional!”, de Pablo Romero, me detuve a buscar un anclaje con aquel collage de imágenes que cuestionaban mis saberes y mantenían eclipsado por cada detalle, impresos y fotografías que documentan una idea la cual exige sostenernos del lado de la teoría del arte, donde puede que esa paradoja se vuelva arenas movedizas y nos desestabilice. Rastree cada ángulo de tan heteróclita composición de preguntas y respuestas y de repente encontré una pequeña cabecita, fragmento de una cerámica dispuesta sobre la fotografía de unas plantas de maíz; eh ahí, me dije, el esclarecimiento sobre la pregunta planteada en el título sobre la valorización del arte originario prehispánico, no el tiesto en forma de cabeza que bien parecía indígena pero no lo era, sino el maíz que nos centra con las creencias vernáculas que originaron nuestras etnias autóctonas. Pero aún persistía la intriga sobre la segunda parte del título, cuando el espectador se percata de la alternativa de incluirse a sí mismo en la acción: ser sujeto y no objeto, abrir o cerrar la frase elaborada por el joven Romero, al hilar los significados y gozarse por la elocuente visualidad y subjetividad del arte de hoy.

¿Cómo no reírse con el ludismo con que resuelve la propuesta –juguetona pero incisiva-, Victoria Cabezas? “Turista en San José” trata de unas zapatillas deportivas que atropellan las latas vacías tiradas en el piso, al ser movidas desde un control remoto –también simpática interface-, criticando sutilmente la fastidiosa costumbre de las personas de lanzar basura a las calles, aceras, plazas, parques, y metáfora de lo acaecido a un visitante extranjero al caminar en la capital, o cualquier otra ciudad; se encuentra esas fastidiosas latas, cajetillas de cigarros, empaques de comidas ligeras y chatarras, todas tiradas a diestra y siniestra en el entramado que llamamos urbe. Además, es un abordaje que pareciera persistir en la conciencia de los artistas participantes en el salón, y que celebro en tanto acrecientan la efectividad de la crítica.

Doreen Bakit. “23 años en blanco No.1 y No 2”. Instalación. Foto LFQ.

Otra pieza que me engulló en la contemplación en este caso de lo temporal, no solo por la métrica del “tiempo-reloj” referido en el título, sino del fractal que nos sume en percepciones excelsas de lo “no temporal” y la subjetividad, al apreciar aquellos libros arte titulados “23 años en blanco No.1 y No 2” de Doreen Bakit. Alude al hacer, pieza por pieza, en blanco, negando la actividad de cualquier otro signo que disturve esa (in)maculada experiencia de la forma, la técnica de encuadernar, y la limpieza del material, o lo que puede significar para cada quien en el plano simbólico un libro en blanco.

Carolina Parra. “Lithoteca, serie 3” y “Prefacio”, (ambos ensamblajes de 2016) Foto LFQ.

Al recorrer otras salas aprecié las propuestas “Lithoteca, serie 3” y “Prefacio”, (ambos ensamblajes de 2016) de Carolina Parra, y activa la idea que tengo de esta artista de una aplicada científica en su laboratorio donde realiza una taxonomía de los materiales colectados, en este caso la piedra, clasificándola quizás por su forma, tamaño, pero también considerando el tiempo, condiciones de su colecta, y el diseño mismo de la “lithoteca”, entablando un discurso detallado de tales observaciones; elabora una relación o documentación acerca del signo del cotidiano en una artista inmersa en su práctica creativa.

Robert Carter. «Sin Título» (pintura). Foto LFQ.

Por otro, clamó por mi atención la pintura “Sin Título”, (acrílico sobre tela 2016), de Roberto Carter. Quizás, de las pinturas seleccionadas para el salón ésta pieza posee encanto y provocación, sin presentar mayor desafío que observar dos figuras quizás caricaturescas o desdibujadas con un gesto flotante en una atmósfera tenue, calma, neutra tal vez –y me permito la libertad de evocar la contemplación del tiempo de un Maurice Blanchot en “Tomas el Oscuro”-, como una capa de lo temporal, que al sobreponerse al horizonte de la experiencia vuelve placentera su mínima acción.

Punto y aparte comento que percibí muchas otras propuestas de interés. Sin embargo, aunque tocaron el borde de lo aceptado por un jurado internacional como el invitado por el MAC, con la alternativa de lectura de lo expuesto que se permite hacer un visitante al museo, puedo decir que no generaron nada más, carecen tal vez del impulso que en tanto espectadores recogemos en forma de rastros y anotamos en la bitácora de nuestra visita. Las conclusiones sobre este recorrido por las aguas que emergen de cada pieza expuesta (les recuerdo que para mí cada obra de arte posee un torrente de aguas cuyas energías cargan el sentido que empodera y motiva a interpretar).

Pues ya para terminar, me detuve entonces delante de la pared con aquellas frases de Roberto Guerrero “Fragmentos de discurso de un coleccionista ilustrado”, (Vinil sobre pared, 2017), fraseo que nos engancha con un afilado aguijón, para consumirnos en otra interrogante más, cuestionamiento que a muchos desvela al increparnos por nuestras posturas delante la obra de arte en la actualidad, su valoración, sus consideraciones económicas, sociales, culturales, de género, de minorías u otros posicionamientos que tanto interesan al arte de estos tiempos.

José Aurelio Álvarez. “Chinamo el portón rojo” (instalación). Foto LFQ.

Pero quisiera centrar la atención -antes del cierre-, en la propuesta “Chinamo el portón rojo” de José Aurelio Álvarez, que por un lado evoca los acontecimientos culturales germinados en el “Cabaret Voltaire” por parte de migrantes y desplazados en Europa durante los conflictos bélicos de un siglo atrás, quienes propusieron desestabilizar las estructuras artísticas imperantes, por otro, evento que construye el concepto del “desplazamiento”, con esta instalación que a su vez relegó al “Portón Rojo” de Quico Quirós -que por años se exhibió en esas mismas paredes del Museo de Arte Costarricense-, consumando, un siglo después, los antagonismos tan provocadores del Daísmo. La acción de los movimientos migratorios y las circulaciones entre fronteras de “muros cerrados” es actual e interesante como abordaje en el arte, en tanto se tiene conciencia de esos flujos que por ejemplo afectaron al país en 2016, con aquello de los cubanos que intentaban llegar a México atravesando el istmo, donde una vez en el borde y la ley “pies secos / pies mojados”, podían desplazarse a los Estados Unidos; conflicto incrementado en el momento que Barak Obama el último día de su mandato eliminó el decreto y en adelante, acrecienta otro discurso en torno al muro y al portón cerrado. Creo que la instalación interior lo que asemeja una “bottega” (o lo que el artista llama «chinamo») es irrelevante. Ese latón color rojo de Álvarez, clausurado, y la palabra “ANTI ARTE” al revés, es significativo en tanto connota los tiempos de contradicción sufridos por todo quien intente buscar un mejor aire, un sol que caliente mejor ante la severa realidad actual. Marcó, el transcurso de entrar y salir del museo con la cabeza dando tumbos intentando comprender la dimensión de esas complejas estructuras duras que se nos anteponen todos los días, que en contradicción y en tanto fueron hechas por nosotros mismos, nos hacen, se vuelven contra sí mismos.

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