En el área que bordea el bosque de Prusia y Cerro Retes, Parque Nacional Volcán Irazú de la Cordillera Volcánica Central, el artista Rodrigo Muñoz posee su casa-estudio, en un espacio donde se respira el aire regenerado cada noche por los miles y miles de árboles; entre el silencio y las gélidas ventiscas de esas zonas nubosas de la parte alta de la provincia de Cartago. Cuando cae un árbol de ese bosque reforestado, antes de que reintegre al humus natural del sitio, se utilizan sus maderas en la construcción mismas de las viviendas, tan tolerantes con el medio y la cultura; otras partes del árbol son dedicadas a la producción de mobiliario tradicional, asientos hechos de una sola pieza que poco a poco la misma naturaleza se encargará de degradar y devolver al proceso biótico, pero antes se cagan de líquenes, hongos y otros agentes orgánicos que viven del mismo profundo hábitat.
No son duraderos en tanto se dejan a la intemperie, reciben el agua y el viento durante las madrugadas que alcanza el cero en los termómetros. Pero hay algo más respecto al lugar, desde tiempos inmemoriales fue cuna de etnias aborígenes huetares, quienes vivenciaban sus rituales utilizando herramientas e instrumentos musicales hechas con añosas maderas casi petrificadas por la acción de las cenizas y azufres volcánicos. Al pié del cerro Retes, en vida, el célebre arqueólogo cartaginés don Carlos Aguilar, desenterró unos tambores hechos en maderas con signos de la iconografía originaria, de gran importancia para estudiar y reconocer esas culturas vernáculas que poblaron la zona. Muñoz, investigador de todo ese rico bagaje ancestral, respira esas vibraciones remanentes, prosiguiendo con la tradición cultural mítico-religiosa, aspecto central para el rescate de la Costa Rica de un tiempo liminar que la globalización actual intenta borrar como si fuera tiza en el pizarrón.
Destacaba cómo esos asientos de un tronco, luego de algunos años de uso se reintegran a la tierra, pero dejan la memoria de haber sido útiles, antes fueron árbol, en cada hoja, en cada rama, en cada tronco y raíz, algo digno de resaltar en tanto no sucede con esas sillas y mobiliario fabricadas en metal y, sobre todo, en plástico que aun en desuso, retorcidos y enclenques, no se degradan, solo pasan a ser una fastidiosa basura que en múltiples casos apreciamos a orillas de las carreteras, cuencas de los ríos, o en esquinas polvorientas de las mismas propiedades, pues ya nadie sabe qué hacer con esos subproductos de la industria actual. No son como aquellos productos de las culturas del pasado que guarecen bajo los aleros del estudio museo de Muñoz, los cuales mantienen su presencia e identidad y activan la comunión del humano con su naturaleza.