Es muy habitual crear lazos emocionales con los objetos. Algún recuerdo de la infancia, un regalo de unos amigos, o un traje que nos pusimos un día especial. Lo que es más difícil es encontrar un producto que él por sí solo, además de su funcionalidad, nos ofrezca una narrativa que consiga que lo incluyamos en nuestra propia identidad. Así el usuario ya no es un espectador, sino un cómplice.
Muchas veces no es fácil dar una única respuesta a un problema o necesidad, sin embargo cuando encontramos un producto que resuelve nuestra necesidad de un modo con el que nos sentimos profundamente identificados, este objeto toma vida propia y puede hacer que nos sintamos comprendidos de algún modo. Los queremos por cómo son y por cómo nos hacen sentir, con un buen funcionamiento el producto hace que nos sintamos seguros al usarlo, incluso que nos divierta y nos sube la autoestima el mero hecho de poseerlo. Y este carácter humano que sin querer les otorgamos, nos exige que los cuidemos para que tengan una larga vida.
Si nos cuesta deshacernos de ellos quizá sea un pequeño modo de luchar en contra de la saturación del mercado y a favor del medioambiente. Si conseguimos que las personas sean más selectivas a hora de tomar sus decisiones de compra, quizá se forzaría a los productos ofertados a tener un carácter innovador constante y se podrían reducir los desperdicios sin renunciar a la calidad.