Cuando abrimos una caja de bombones de esas que nos regalan y no habíamos probado nunca, no sabemos con certeza a que saben hasta que finalmente nos decidimos a ir probándolos. El momento de la elección es todo un ritual donde el raciocinio y la emoción tienen una larga disputa. Están los que eligen el bombón con la pinta más rara aun sabiendo que puede no gustarles pero que se arriesgan; los que van sobre seguro a algo que saben que les gustará fijo y luego los que por si acaso no comen el que viene envuelto, no vaya a ser que venga relleno de algo raro. Sin embargo, todo el mundo, cuando elige uno, espera que le sorprenda. Y los bombones, como todo en la vida, sorprenden para bien o para mal. Lo mismo ocurre con el diseño.
Un producto te puede sorprender gratamente cuando descubres que la mesa tiene un colgador para el bolso, o tu portátil te puede hacer enfadar cuando ves que la batería le dura 15 minutos. La sorpresa es una necesidad más de las personas, todos la buscamos, sino no iríamos ni a los parques de atracciones ni a los espectáculos de magia. Pero diseñar y conseguir que el usuario quede sorprendido (para bien) no es tan sencillo. Que un objeto consiga hacerte un guiño mientras te ayuda a resolver alguno de tus problemas o necesidades es el objetivo firme de muchos proyectos porque es innato en el consumidor buscar la novedad y experiencias un tanto inesperadas. Estas experiencias no solo van en el producto en sí mismo, sino que también pueden desarrollarse en el punto de venta, pero como complemento al producto y no como un disfraz que cubre un diseño vacío.
Arrancar una sonrisa a alguien que use tu producto o solucionarle un problema de un modo ingenioso que él no se esperaba es todo un reto.