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Ciudades permeables

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La relación del espacio urbano con el territorio

 

Las ciudades son los centros vitales de las sociedades humanas desde hace más de 8.000 años. A lo largo de la historia, han sido fundadas en lugares estratégicos, siempre diseñadas en función de su entorno inmediato y de su radio de acción. Cruce de caminos, se han convertido en lugares de creación, intercambio y distribución tanto de bienes como de conocimiento. Actualmente, más de la mitad de la población mundial vive en ciudades y se calcula que aumentará hasta el 60% para el año 2030.

Como muchos autores defienden, las ciudades son el ecosistema vital para la mayoría de la especie humana. Cualquier ecosistema se define por el intercambio de flujos de materia y energía entre los componentes de éste y entre éstos y el exterior. De hecho, esta ley se repite a diferentes niveles jerárquicos, desde un planeta hasta una célula: un bosque de encinas y la piel de un anfibio, por ejemplo, son permeables en el sentido de que permiten y favorecen los flujos de intercambio en todas direcciones. Las ciudades deberían ser la piel del territorio y no una operación integral de cirugía estética que lo aísla de la realidad. Me da la sensación de que las ciudades actuales han perdido esa conectividad con la tierra que hay debajo y alrededor de ellas y actúan como un implante de silicona que ni padece, ni respira ni da pie al intercambio dinámico de flujos. En cualquier caso, estos flujos son unidireccionales. Como un enfermo terminal, la ciudad moderna chupa energía y materiales de su entorno, pero no ofrece nada a cambio. Necesitamos que las áreas urbanas sean permeables, se reincorporen a su espacio natural y tomen conciencia y respeten su flora, su fauna, su biotopo ambiental, su paisaje original y su riqueza cultural.

La adaptación y la permeabilidad al entorno no se traduce, obviamente, en una ristra de aplicaciones universales. Esto dificulta la toma de decisiones, pues nos obliga a pensar en las numerosas variables. A algunos les puede provocar pereza, pero para los buenos arquitectos, diseñadores, urbanistas y paisajistas comprometidos, la tarea supone un reto. Pasa como todo, que es más fácil copiar que tomarse un tiempo de estudio y reflexión para acertar con la propuesta. Un caso paradigmático de desidia es el césped en las ciudades. Dejando de lado en este post el lado cultural del asunto permeable y centrándonos en lo natural, parece que el mayor vínculo a ras de suelo entre la urbe y la naturaleza se traduce en alfombras de césped, praderas de un monocultivo sediento que, para más inri, no le damos el uso que debería tener. Desengañémonos. No vivimos en la campiña inglesa. El césped es un elemento efectista, cierto, que queda muy verde en la nota de prensa, pero que por estas latitudes necesita unos cuidados y unos recursos (agua, tratamientos químicos, siega, protección con elementos físicos, limpieza,…) que podríamos plantearnos ahorrar, teniendo en cuenta que lo que nosotros incomprensiblemente valoramos como símbolo de bienestar acostumbra a estar plenamente prohibido utilizarlo, salvo que seas un cánido.

Tenemos la responsabilidad de ir educándonos como sociedad y darnos cuenta de que plantar césped en nuestro espacio público (y privado) no es sinónimo de lujo o estatus social, sino más bien de incultura. No es permeable, no me dice nada del territorio, no tiene, en definitiva, sentido un verde urbano limitado en un perímetro cuadrado que hay que cuidar como a un bonsái. Nos hemos dado cuenta de que, a largo plazo, es mucho más económico, útil y estético generar espacios verdes similares a los que encontramos en las zonas forestales, con plantas autóctonas, fomentando la biodiversidad con praderas de múltiples especies (y no monocultivos de gramíneas) y creando microsistemas seminaturales. Nos hemos dado cuenta de que los ciudadanos no tenemos conocimiento sobre nuestro entorno ni de lo que vive cerca y, por lo tanto, ni lo valoramos ni lo respetamos. Nos hemos dado cuenta. Ahora hay que hacer algo.

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