Para todo hay una primera vez, y las primeras experiencias siempre nos dejan un recuerdo sabroso; dulce o amargo, que nos condicionará y acompañará el resto de nuestra vida.
Cuando viajamos, frecuentemente nos llevamos en la mochila nuestro punto de vista occidental, de país rico y del norte, y en nuestra cabeza nos acompañan siempre las cosas (y los diseños) que funcionan bien en nuestro entorno privilegiado y lleno de recursos. Porque en esta -nuestra- parte del mundo, reconozcámoslo, vivimos rodeados de comodidades y de oportunidades, y si no nos presionan nos cuesta reconocer que la mayoría de los mortales no tienen, ni por asomo, las mismas oportunidades que nosotros. Así pues, cuando viajamos tenemos tendencia a ver el mundo desde nuestro estrecho punto de vista, como si nuestra experiencia y valores fueran universales y viviéramos en el centro del mundo.
Recuerdo, allá por el año 2001, cuando tuve la suerte de poder viajar por primera vez a una zona empobrecida de África. Colaboraba con una gran ONG de comercio justo -fair trade- apoyando mediante técnicas de diseño y producción a los artesanos que vendían sus productos a esta y otras ONG.
En aquel primer viaje a Kenia fui a colaborar con una cooperativa de artesanos del “soapstone”, que es una piedra blanda tipo alabastro (o piedra-jabón). La cooperativa se llamaba Bosinange Jua Kali (traducido como los que trabajan juntos bajo el sol) y estaba en Tabaka, una localidad en el oeste del país dedicada totalmente a la producción de figuras o esculturas de este material. En Tabaka no hay otra cosa que el “soapstone”. Esta piedra se extrae de pequeñas pero profundas canteras a cielo abierto, algo más que agujeros profundos, con medios tan rudimentarios como un largo escoplo y un martillo con el que trocean los grandes bloques de piedra, que posteriormente una colla de porteadores gateando y escalando subirán cargándolas sobre sus hombros. Una vez en el taller otro grupo de trabajadores corta los bloques por medio de un largo serrucho con un mango en cada extremo, para dimensionar la piedra según el tamaño y la forma de la figura que se vaya a tallar. Después, escultores más hábiles emplean machetes, martillos o navajas –herramientas muy precarias- para darle la forma definitiva. El proceso lo continúa un numeroso grupo de mujeres que mojan las piezas en agua a la vez que las lijan suavemente para que adquieran un tacto suave. Finalmente, y una vez secas, se colorean y se frotan con esparto para conseguir un acabado brillante. En todo el largo proceso hombres y mujeres se reparten la faena.
Yo, que en ese mi primer viaje a África aún llevaba las gafas de «blanco y listo», no paraba de asombrarme de la cantidad de personas que se necesitaban en todo ese proceso. Finalmente, al acabar la reunión, en un alarde de estupidez y etnocentrismo, propuse al encargado dos inteligentes mejoras;
-Deberíais adaptar un motor de motocicleta para que suba las piedras del fondo de la cantera, eso costaría bien poco y ahorraría mucho esfuerzo. Es más… quizás podría conseguiros una motosierra que fácilmente cortaría los bloques de piedra de una forma más rápida y productiva…
Cuando lo propuse estaba convencido de que nunca lo habrían pensado… al fin y al cabo yo venía de un país desarrollado, era europeo y con estudios superiores…
El encargado me miró con asombro -eso pensé- aunque luego me di cuenta de que no era asombro sino incredulidad, y después de unos segundos en blanco (yo pensaba; lo he impresionado) me contestó escuetamente;
-Y entonces… ¿dónde trabajaría toda esta gente que se quedaría sin empleo?
El europeo listo no encontró respuesta. En su país las personas son el problema y las máquinas son la solución. Y donde se puede, se sustituye a las personas por máquinas.
En aquel momento me di cuenta de que ese “sistema organizativo» cumplía a la perfección su cometido. Y este cometido no era, como yo creía, producir más figuras, sino producir más oportunidades de trabajo. Mis ideas, en definitiva, lejos de mejorar la situación la habrían empeorado. Hubieran roto un acuerdo tácito de muchas comunidades pobres (y solidarias), hubieran roto un sistema que a la manera africana funciona; mejor que muchos ganen poco, y no que pocos ganen mucho.
En aquel momento, si hubiera podido me hubiera despeñado saltando al hoyo de la cantera.
Como este patinazo, y según he ido viajando más para colaborar con otras cooperativas de Tanzania, Mali, Senegal o Sierra Leona, he cometido algunos más, pero he de reconocer que con la experiencia he ido aprendiendo a ver la vida y su universo de objetos desde otra perspectiva: la perspectiva de los otros, con sus otras realidades.
Una cultura y otra cultura –o un país y otro país- son como dos relojes semejantes y eso a primera vista (a primera visita) nos confunde. Como los vemos semejantes pensamos que las ruedas de engranajes de uno encajarán en el otro si está viejo, si funciona lento, o si se adelanta y necesita repararse, pero en realidad si hacemos esto lo más probable es que el nuevo engranaje, fuera de su sitio original, acabe por romper y desencajar definitivamente todo el resto de la maquinaria, todo el sistema, que antes a su manera funcionaba.
Ahora que sé muchas más cosas, cuando viajo a África, voy a aprender.