Americo Carnap, presidente del complejo de industrias farmacéuticas Pzifer, anunció lo que denominó la solución moral definitiva, la primera pastilla ética de la historia. Por fin íbamos a comportarnos como seres racionales; y, lo mejor, es que lo íbamos a hacer todos. Si Kant afirmó que el único acuerdo moral universal sería formal, nunca basado en contenidos o ideas, ahora Pzifer prometía que ese acuerdo universal sería molecular. Sería químico.
Porque, según el propio Carnap, habían conseguido formalizar la empatía.
Habían conseguido desentrañar sus reglas, su sintaxis y semántica, hasta entender sus más íntimos mecanismos.
«Hemos conseguido hablar el lenguaje de la empatía, hemos conseguido que el cerebro nos escuche», anunció orgulloso Carnap mirando seguro y seco a cámara.
Tras más de dos décadas de investigación y varios cientos de millones de euros invertidos, la química había logrado que el cerebro acelerase su plástica hasta adecuarse a los demás cerebros que lo rodeaban. Y que lo hiciera en tiempo real. Si uno sentía alegría, inmediatamente todos los cerebros alrededor sentían alegría. Si uno sentía melancolía, inmediatamente todos sentían melancolía. Y lo mismo sucedía con el resto de emociones, sentimientos y deseos.
«Pero no sólo eso: escuchándonos a nosotros, hemos conseguido que el cerebro escuche a los demás cerebros», continuó Carnap mientras presentaba a cámara el envase de Empatfer, la primera pastilla capaz de generar empatía.
Un lenguaje aparentemente muy fácil de aprender. Bastaba una pequeña dosis de Empatfer para dominarlo. Una simple pastilla cada mañana y todos seríamos absolutamente empáticos. Por fin íbamos a entendernos los unos a los otros, a conocer los entresijos de las acciones del otro antes de enjuiciarlo. Y, sobre todo, íbamos a anticipar lo que el otro necesitaba y actuar en consecuencia. Nunca un gesto tan simple iba tener unas consecuencias morales tan profundas.
«Lo que no consiguió Aristóteles con sus hábitos virtuosos o la iglesia católica con sus mandamientos lo conseguiremos nosotros en menos de una década, el tiempo que calculamos tardará Empatfer en convertirse en un estímulo cognitivo de consumo generalizado», anunció la voz de Carnap, oculto tras el envase de Empatfer que ya ocupaba toda la pantalla.
Los tests de producto habían resultado inapelables. La tolerancia al medicamento es total y su eficacia también. Todos somos target y nadie tiene excusas para no tomarlo. A partir de ese momento todos seríamos sujetos empáticos y todos actuaríamos animados por la comprensión y el entendimiento del otro. Los beneficios de la empatía se extenderían a todos los rincones de la Tierra, entre todas sus poblaciones y a todas las edades. Nunca más se daría un acto desconsiderado.
«Los efectos son tan palpables que gobiernos, centros fabriles, colegios y universidades… incluso centros penitenciarios ya se han puesto en contacto con nosotros», ahora ya parecía que era el envase de Empatfer quien hablaba.
¡Hay que administrarlo en las redes de agua potable de todo el mundo!, planeaban los gobiernos. ¡Es el fin de la conflictividad laboral!, celebraron los directivos de las plantas fabriles. ¡El perfecto alineamiento entre profesores y alumnos!, soñaron los rectores de medio planeta. ¡Adiós a todos los intentos de fuga!, brindaron los carceleros.
«Para celebrarlo, les convidamos a un pequeño convite. Un humilde cocktail para brindar por una humanidad más solidaria, más fraterna, más generosa. Más empática, en una palabra. Y, como agradecimiento, tienen a su disposición unas muestras de Empatfer…»
Todos los medios reseñaron la presentación, sus crónicas más que elogiosas.
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