«Buenos días.»
»Estamos aquí para hablar del futuro, sí. Pero sobre todo estamos aquí para que la Tierra no se convierta en pasado. Perdón por el triste juego de palabras, quienes me conocen saben que después de una vida dedicada a los números las palabras no son mi fuerte.»
Quien así hablaba era Antonio Swedenborg, decano de la Högskolan Dalarna, universidad del condado de Falun, Suecia. Estaban en la prestigiosa Stora Hyttnäs, la antigua residencia y taller del pintor Carl Larsson, gloria nacional.
«Estamos aquí porque todos compartimos la convicción de que somos la última generación con capacidad técnica para subvertir el cambio climático. Para la siguiente puede que ya sea irreversible, que no haya tecnología capaz de incidir de forma positiva. Y esa es una carga demasiado pesada para dejarla sobre los hombros de esa generación, somos responsables de evitar una injusticia histórica.»
El evento tendría lugar en la Sala Principal, la Huvudmötesrum, una amplia estancia con grandes ventanales orientados al sur, por los que entraban unos cálidos aunque tenues rayos de sol. Una inmensa estancia muy bien acondicionada, la temperatura justa, la luz tenue pero íntima de los ventanales que se asomaban a la resplandeciente pradera de un jardín cubierto por las primeras nieves otoñales, y coronada por una inmensa bóveda ilustrada por las bucólicas escenas familiares propias del pintor sueco, aunque estas estaban pintadas por un discípulo que nadie nombró.
«Nos esperan por delante tres jornadas exhaustivas de ponencias, grupos de trabajo e intercambio de pareceres. Todos, los 30 aquí presentes, nos hemos comprometido por escrito a no abandonar el recinto hasta que no hayamos diseñado una estrategia de cambio y trazado una ruta de transformación global. Prometen ser tres jornadas apasionante e interminables, tanto como el tema a tratar.»
Bajo el lema Designing a Better World. Bettering a Designed World habían convocado a los supuestos 30 mejores profesionales del globo, una treintena, para discutir cómo el diseño y la tecnología podían implementar un cambio sustancial en el mundo con el fin de acabar con el desastre climático. O al menos atajarlo.
«Cada uno de nosotros es experto en un área relevante. Inteligencia artificial, datos sintéticos, vida artificial, física cuántica, filosofía de la ciencia, epistemología… Algunos somos científicos, otros humanistas, y aún otros una estupenda combinación de ambos universos. Porque hoy necesitamos ideas interesantes porque, como bien dijo Bertrand Russell, “los problemas de la inteligencia sólo se solucionan con más inteligencia”. Y eso ambicionamos aquí, generar ideas inteligentes para frenar el mayor problema producido jamás por la inteligencia.»
Las mesas estaban dispuestas en forma de U. Aquello iban a ser unas sesiones de trabajo y así se provocaba la discusión. Tras ella, tras la hilera de mesas aún había espacio suficiente para hacer talleres temáticos sin interrumpir el discurso general. Se distinguían por esos apilamientos de rotuladores, postits, hilos de lana de varios colores y adhesivos de formas geométricas tan característicos de esas sesiones de co-pensamiento.
«Cada uno de nosotros ha sido seleccionado no sólo por su talento y sus capacidades, también por su actitud. No sólo porque destaquemos en matemáticas, química extraplanetaria, antropología, investigación de mercados o bioingeniería, ¡hasta un poeta tenemos con nosotros!, no, estamos aquí también porque todos compartimos una idea: la teoría sin acción no sirve de nada. Somos thinkers, sí, pero también makers. Todos hemos emprendido el algún momento de nuestras vidas.»
Tras los espacios para talleres aún podía distinguirse un pequeño taller-cocina, un espacio equipado con los aperos mínimos para poder desayunar infusión y dos tostadas o almorzar unos exquisitos por exóticos canapés preparado por uno de los asistentes, el prestigioso chef René Redspeizl. Y aún tras esta pequeña cafetería podían distinguirse esos acogedores cojines para mindfulness llamados Knots, premiados en los principales festivales de diseño, obra de Jonas Wagell, también presente en la sala.
«¿Qué esperamos de estas tres jornadas? Que nos inspiremos unos a otros, que nos empujemos los unos a los otros para llevarnos más allá de lo que nunca hemos pensado. Que, se puede afirmar, es equivalente a decir que es más allá de lo que nunca ha pensado nadie. Sí, porque para resolver el reto al que nos enfrentamos no podemos volver a pensar lo ya pensado. ¡Tenemos que pensar lo impensado pero no impensable! Creo que nunca nadie ha esperado tanto de tan sólo tres jornadas. Ojalá estemos a la altura.»
Cada puesto distinguía a su ocupante por un simpático cartel que, mediante un ingenioso juego tipográfico en el que las vocales del nombre se fusionaban con las consonantes de la profesión, identificaba a la persona y su ocupación. El suyo decía Marcelo Mauss. Etnógrafo. A su derecha estaba sentado Erwin Neher. Físico; a su derecha, Edward Doods. Neurohacker. Frente a él, Mathias Milligan. Neurólogo y Richard Branson. Emprendedor. Más allá no podía distinguir los nombres o carreras, y no por el juego tipográfico, sino porque no se había puesto las gafas de ver de lejos.
«Cada jornada está estructurada siguiendo una misma agenda, porque el hábito hace la disciplina y la disciplina hace la inteligencia. Serán monotemáticas. Energía, logística global y nuevos capitalismos. Esos serán los tres temas a los que vamos a enfrentarnos. Tras un breve ejercicio de meditación en grupo, cada jornada empezará con un documental introductorio, todos realizados por Hans Herzog, aquí a mi derecha, que nos situará frente al reto a tratar, tras el cual ya nos centraremos en trabajo de ideación en grupo.»
Ocupó su sitio tras el cartel que anunciaba su nombre y profesión. Sonrió a sus convecinos, otros dos altos rubios de mediana edad. Pero al retirar la silla para sentarse descubrió una agrada ble sorpresa, ¡había un paquete de bienvenida! ¡Y personalizado! Era una tote bag con el logotipo y la fecha del evento, siguiendo el mismo juego tipográfico de los carteles nominativos, y en su interior guardaba, además de los correspondientes folletos de los patrocinadores, un bonito cuaderno de papel 100% reciclado y un lápiz recargable. Apartó los folletos, abrió el cuaderno y lo dejó sobre la mesa. Cuando levantó la cabeza cayó en que todos los asistentes habían hecho lo mismo al mismo tiempo.
«Pero antes de empezar a trabajar, ¿qué tal si nos conocemos todos un poco? Ha llegado el turno de las presentaciones y del icebreaker, esos ejercicios en común destinados a romper el hielo, a que nos soltemos, a que nos relajemos. ¿Qué esperamos? Que nos presentemos uno por uno, pero sin seguir un orden determinado, ya sabéis, sin jerarquías, y después que respondamos a la pregunta que está bajo nuestros nombres en la etiqueta adhesiva identificativa que se nos ha proporcionado al entrar. Os recuerdo la pregunta: “¿Qué es lo mejor que esperas del futuro?” ¿Quién se anima a romper el hielo?»
Uno por uno, cada uno de los asistentes fue levantándose y repitiendo lo que ya decía su cartel identificativo, nombre y profesión, a los que añadía la respuesta a la pregunta planteada. A medida que se producían las presentaciones, Marcelo fue cayendo en la cuenta de que era incapaz de retener un solo nombre, ni siquiera una profesión o, más extraño, ni tan sólo una de las respuestas a la pregunta. Y es que no había nada que recordar. Todas eran iguales. La gran mayoría eran hombres altos y rubios, de mediana edad. Bien alimentados, bien vestidos, bien educados. Todos pertenecían a ese estrato social de clase media alta que no se distingue tanto por sus ingresos sino por su estatus cultural, eso que antes se llamaba élites intelectuales.
«Muy bien, ahora que ya nos conocemos ha llegado el momento de ponernos a trabajar. Pero recordar que aquí estamos también para pasarlo bien. Porque trabajo y disfrute no están reñidos, como todos sabemos. Así que vamos a pasar a ver el primer documental y ponernos en situación. Karoline, por favor, ¿puedes apagar las luces? Muchísimas gracias.»
En la oscuridad de la sala y con la excusa de aquellas imágenes que brillaban en la pantalla, Marcelo no pudo evitar pensar que aquellos tres días iban a ser una magnífica representación teatral de una obra que bien se podría llamar La paradoja del salvador. Es precisamente el mundo que quieren salvar el que está acabando con el mundo. Y ojalá no se le hubiera ocurrido esa idea, porque ya no se la pudo sacar de la cabeza en los tres días, durante los cuales, simulando un entusiasmo y energía que no sentía, trató de no destacar negativamente no fuera a ser que perdiera alguna oportunidad de negocio.
Y tú, ¿qué esperanzas tienes ante el cambio climático? ¿Cuál es la solución? Estaremos encantados de leerte desde el #DiseneticaExperimenta y @Disenetica en Twitter.