La columna de Luis Montero

La columna de Luis Montero: Radiación de fondo

El documental trataba sobre un historiador americano.

Un especialista en la segunda guerra mundial que parecía haber demostrado que iban a ser tres las bombas que cayeran sobre Japón en 1945. Hiroshima. Nagasaki. Y Osaka. Como entonces los superbombarderos no tenían la autonomía que tienen hoy, las enviaron a Filipinas en tres barcos distintos. Pero a Manila sólo llegaron dos. El tercer barco se hundió en mitad del Pacífico, allí donde las fosas abisales. Tan buena debió ser la demostración que el historiador americano tuvo que exiliarse a Japón. Pero allí tampoco desistió. Consiguió levantar financiación para dos expediciones submarinas en busca de los restos del barco. La primera fracasó por que no contaba con un batiscafo lo suficientemente potente. La segunda tuvo más éxito y fue considerablemente más cara. Mucho más. Sobre todo por el potentísimo batiscafo, cedido temporalmente por la marina japonesa, capaz de bajar hasta más de 4.000 metros, con una autonomía de 18 horas. Una maravilla. Lanzan el batiscafo, que comienza a sumergirse. Plano corto del historiador, ilusionado. Las primeras imágenes son de 1.000 metros de profundidad. Planos azulados y una guía oscura. El tiempo corre, pero la emoción no decae. Se alcanzan los 2.000, los 3.000, los 4.500 metros. Ya estamos. El fondo es arenoso. Por encima de la línea del horizonte amenaza una masa negra. No hay vida alrededor. «La contaminación nuclear», afirman a bordo del buque. «Bzzzzzzzzzz», confirma el contador Geiger. El batiscafo sigue avanzando en línea recta. Un kilómetro. Dos. Hasta que llegamos a una grieta. Una gran grieta. El submarino empieza a descender. Vemos la pared rocosa. Hasta que llega al fondo. Un pasillo de unos 20 metros de ancho. Avanza por el pasillo. Vemos la pared rocosa. Sin vida. De pronto, el barco hundido. En superficie deciden parar la misión en ese momento. Llevaban consumidos más de la mitad del combustible. Al día siguiente vuelven a la carga. El Batiscafo cae al agua y ya estamos junto al buque hundido. Comienza a explorarlo. Trozos de metal roto. Paredes de acero abollado. Pero como no había vida, estaban limpias. Ajadas pero limpias. Como un esqueleto bien conservado. En eso se empiezan a escuchar ruidos. «Interferencias», aclaran desde la superficie. Hay una brecha en el casco, de tamaño suficiente para que entre el batiscafo. Alguien sugiere que ya han consumido la mitad del depósito. Acuerdan echar un vistazo por dentro y salir enseguida. Pero una vez dentro no pueden dar la vuelta. Es demasiado estrecho. No hay marcha atrás. Hay que seguir avanzando hasta dar con una estancia o un ensanchamiento. Siguen avanzando por el pasillo metálico. Más ruidos. Siguen avanzando. Ahí está, a un costado se puede ver la bomba. Está intacta. El contador Geiger no se dispara. No aumenta el nivel de radiación. Llegamos a una sala. Más ruido. Muy cerca. Algo ha sacudido el batiscafo. Arriba ya no dicen nada. Cuando el submarino consigue estabilizarse, la cámara enfoca a la puerta por la que había entrado. Estaba taponada por algo. El batiscafo se acerca. Es rojo. Es grande. Se mueve. Es un cangrejo gigante, de más de dos metros de ancho el tórax. Varios metros más si contamos las patas. Se ha movido y ha dejado la puerta libre. Unos segundos. Hasta que entra otro cangrejo. Y otro. Y otro. La estancia se llena de cangrejos gigantes, mutados por la radiación. Ellos habían sido los causantes de la esterilidad del paisaje. Se lo habían comido todo. En ese momento se pierde la conexión. Se ha acabado el combustible.

El documental no aclaraba la reacción del Ministerio de la Marina de Japón.

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