Todo el mundo temía el día que llegara la modificación tecnológica de las capacidades cognitivas; nadie temió nunca cuando llegara la modificación tecnológica de las capacidades afectivas. El miedo a que todos fuéramos súper inteligentes prevaleció sobre el miedo a que fuéramos súper afectuosos, señal de nuestra falta de inteligencia.
Tan inocentes éramos que pensamos que siempre sabríamos distinguir un «Te quiero» sincero de uno provocado por la medicación. Y no. Son exactamente iguales. Para quien lo dice y para quien lo escucha.
¿Qué pasó?
Ya hace un lustro que lanzaron NeuroCupid, una pastilla de color rosa y forma de corazón, todos nos queríamos, y también nos queríamos a nosotros mismos. El amor prevaleció, el amor reinó. Cualquier interacción con el otro era afectuosa y recibía una respuesta afectuosa. Muy afectuosa.
Cuenta la leyenda que primero fue probada con psicópatas diagnosticados y presos considerados peligrosos, y que la respuesta fue más que positiva. Todo el odio, toda la furia, toda ansiedad desapareció convertida en buenos sentimientos hacia los demás. No más abusos, no más robos, no más violencia. La pastilla alteraba el equilibrio químico del cerebro y propiciaba la generación desbocada de hormonas excitantes de los neurotransmisores. Sin efectos secundarios.
De psiquiátricos y cárceles pasó a supermercados, gasolineras, estadios de fútbol, quioscos de prensa, sucursales bancarias… ¡Hasta había máquinas de vending! Todas las oficinas de atención al cliente la tomaban y recomendaban a sus clientes que la tomaran. Todos los asesores matrimoniales recomendaban a sus clientes que la tomaran. Todos los colegios recomendaban al profesorado y al alumnado que la tomaran. Todos los departamentos de recursos humanos… Muy pronto el consumo fue generalizado.
Al principio hubo escépticos, muchos escépticos. Como siempre. Argumentaban que la afectividad depende del contexto, que no está determinada por el equilibrio químico del cerebro. Que nunca nadie podría sentir afecto por su maltratador. Que el amor tenía límites. Pero lo con lo que no contaron es que el maltratador también querría bajo los efectos de la pastilla con forma de corazón.
Aún así hubo quienes optaron por vivir sin NeuroCupid. Muy pronto serían una excepción. Una tribu minoritaria de excéntricos que habían optado por vivir su sistema nervioso sin alteraciones. Unos puristas reaccionarios. Unos vándalos. Optaban por la incertidumbre en el trato con los demás y rechazaban la seguridad del afecto, como los animales. Rechazaban la suave tranquilidad del cariño, el dulce regusto del amor y todo ¿por qué?, por una supuesta pureza afectiva irregular e incontrolada. Quién se podía imaginar que hubiera gente así.
¿Qué aprendimos?
Que todos los «Te quiero» pueden ser igual de ciertos que de falsos. Cada vez que alguien te lo decía podía ser cierto o no. Ya fuera tu pareja, tus hijos o tus hijas, tus padres. Tu amante. Todos eran igual de inciertos. «Te quiero» pasó a ser una frase sin significado.
Más aún, el rosa de la pastilla con forma de corazón se tiñó del color de la sospecha. Bastaba pronunciar aquellas dos palabras para que la duda asomara. Bastaba escuchar aquellas dos palabras para que el recelo despuntara.
Ya no lo decía nadie. Y nadie quería escucharlo.
¿Qué supimos? Supimos lo que nunca quisimos saber.
Supimos que no estamos hechos para amar tanto.
Y tú, ¿aún confías en el amor universal, aunque sea artificial? ¿Por qué? Estaremos encantados de leerte desde #DiseneticaExperimenta y @Disenetica en Twitter.