Hannah A. y John L. pasarán a la historia como los primeros progenitores de diseño, los primeros padres que decidieron intervenir en el código genético de su hijo, John L. II.
Pero la historia de esa intervención no fue fácil. Por polémica. Por controvertida. Una polémica y una controversia que incluso terminaría en los tribunales.
La primera demanda llegó por parte de la APPCGH (Asociación para la preservación del código genético humano) que denunció a la pareja precisamente por querer ser progenitores de diseño. El juicio, que duró tres años y en el que intervinieron los más eminentes filósofos bioliberales y bioconservadores (respectivamente partidarios y detractores de la intervención genética en humanos), terminó con el veredicto favorable a la pareja. John L. II sería el primer bebé nacido con el código genético diseñado.
Y ahí llegó la segunda demanda. En cuanto saltó a los medios la intención y naturaleza de ese diseño. Todos los progenitores quieren lo mejor para su descendencia. Y en esto Hannah y John no se distinguían. En lo que se diferenciaban era en el cómo alcanzar ese mejor. Ellos, argüían, querían que sus hijos fueran felices. Para ello hacía falta un colchón económico, cosa que ellos ya habían conseguido labrar tras años de éxitos profesionales: John L. II podría vivir cómodamente sin ingresar un duro durante toda su vida, y si era una vida modesta lo ahorrado también podría alcanzar a su descendencia.
Pero eso no era todo. Estaban convencidos de que el camino a la felicidad no sólo lo asfaltaría el dinero. También estaría definido por la intervención genética. Pero esa intervención, al contrario de lo que esperaba todo el mundo, no pasaba por el aumento de capacidades sino por el contrario, la discapacitación. Pretendían limitar las facultades cognitivas y sensibles para limitar el impacto de la realidad en la subjetividad de John L. II y paliar el sufrimiento de la vida.
Aún hoy hay protestas. Aunque cada vez menos.
Ninguna de las dos cosas hace sufrir a John L. II.
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