Escribo estas líneas apostado en un hotel en Manhattan, tratando de interpretar lo que ocurre a unas decenas de metros bajo mis pies, observando el incesante destello de las pantallas comerciales y el continuo trasiego de personas y vehículos. Me pregunto que hay detrás de los millones de operaciones y transacciones comerciales que ocurren en una ciudad que representa, por méritos propios, la pura esencia del american way of life, pero que, al mismo tiempo, es también un crisol de culturas y tribus urbanas que conforman un sinfín de identidades que conviven, se relacionan y evolucionan de la mano. ¿Qué papel tiene el diseño en todo esto?
Es todo una cuestión de significado. A groso modo se podría resumir así la relevancia que tiene la comprensión del propósito y las necesidades de las personas en los modelos propuestos por Hauschildt -Modelo de grados de innovación- y Roberto Verganti -Design Driven Innovation-. Este último, planteado ya desde una perspectiva más cercana a la práctica del diseño, pone de manifiesto el rol de los diseñadores en la creación de escenarios deseables para nuevos desarrollos posibilitados por la técnica y los medios. El concepto “significado” sirve también para explicar la tremenda revolución de los hábitos de consumo en las últimas décadas: ya no nos conformamos con satisfacer necesidades a través de atributos tangibles, ahora consumimos significados.
Es obvio que una disciplina como el diseño, clave en la configuración de productos, servicios -y negocios-, no puede ser ajena a la comprensión de los hábitos de consumo. Es por ello que en la configuración de estos constructos ha de tenerse en cuenta una dimensión superior a la racionalidad y lo tangible. Esto significa que, en el curso de los procesos de creación, la empatía y la escucha son claves en la detección e interpretación de necesidades. Nuevamente, la técnica y el desarrollo quedan supeditados a otras habilidades esenciales de los diseñadores.
El consumo es además una actividad configuradora de identidad. A través del consumo las personas reafirman alguna de las múltiples identidades que, parafraseando a Zigmunt Bauman, evolucionan, cambian, se desarrollan con la complejidad propia de un líquido que fluye y se mezcla con otros por una superficie llena de grietas y desniveles. Autores como Donald Norman explican la existencia de una dimensión reflexiva desde el diseño y el consumo, en su configuración del marco teórico del diseño emocional. Esta dimensión emerge cuando el consumo justifica la pertenencia social, se produce por una vinculación de valores entre consumidores y productores o simplemente encontramos significado e identidad. Esto explica por qué no nos deshacemos de una prenda que ya no nos sienta bien, por qué guardamos pequeños recuerdos inútiles en nuestros cajones o por qué contamos con ahínco a otras personas que nuestra nueva adquisición se produjo en un lugar, un contexto y un momento específico, sin apenas reparar en los atributos de dicha adquisición.
Y así consumimos. Los productos y los servicios se convierten en mercancías empapadas de significado. Y así lo entendió la ciudad de Nueva York en la búsqueda de la “ciudad moderna”, una ciudad que rezuma diseño en su frenética actividad, desde sus entrañas.