Inicio mis contribuciones en este espacio presentándome al lector como un activista por el diseño, que desde las trincheras intenta dar una visión seria y concienzuda sobre esta disciplina. Aunque mi día a día transcurre entre estudiantes, publicaciones, colaboraciones académicas y proyectos de investigación, creía conveniente aprovechar este altavoz que me brinda Experimenta para compartir pensamientos que, habitualmente, reservo para foros más íntimos. Precisamente aquellos que me conocen saben que la honestidad siempre tiene que estar sobre la mesa y que, al mismo tiempo, la reflexión y el silencio se convierten en una mano alzada cuando es necesario.
Ha pasado ya más de una década desde que me propuse hablar del diseño en España de una forma diferente, apostando por la investigación y la objetividad. Aquel propósito se convirtió en un diagnóstico sobre la situación del diseño español y un plan de acción para su puesta en valor y la mejora de su posicionamiento. De ese propósito nació también mi libro para Experimenta “Diseño español, más que palabras”, cuyo subtítulo reza un atrevido “Identidad sin pelos en la lengua”, porque a veces, es necesario decir las cosas claras, aunque no sean agradables.
Hoy comienzo esta columna con la intención de ofrecer mi visión sobre una disciplina en estado de efervescencia que tiene ante sí una oportunidad de situarse, en el contexto empresarial, como una herramienta al servicio de la competitividad del negocio. Allá voy.
Desde el principio de los tiempos, el diseño ha tenido la vocación de servir. Los profesionales que actúan en este marco se convirtieron en aliados de los demandantes de soluciones, hasta el punto de desarrollar cierta capacidad para entender e interpretar las necesidades mejor que nadie.
Conviene revisar el párrafo anterior para volver a mencionar algo que quizás haya pasado desapercibido: el concepto de demandantes de soluciones. O lo que es lo mismo, productores y consumidores, ambos por igual. Basta con mirar de reojo a los llamados paradigmas de la innovación -seis hasta el momento-, para entender el paralelismo entre la evolución del diseño y la innovación. Cuando la demanda excedía a la oferta, el papel del diseño se centraba en la resolución técnica, en la optimización y en la búsqueda de soluciones que permitieran abastecer a los mercados en tiempo y forma. Poco después, cuando la oferta excedía a la demanda, los diseñadores se pusieron al servicio de los consumidores para proponer soluciones certeras, satisfactorias y llenas de significado para este colectivo. Estos paradigmas de la innovación –technology push y market pull– sirven para entender la gran capacidad de adaptación de los diseñadores, y al mismo tiempo, para refrendar el vínculo entre diseño e innovación.
Hoy en día la situación no es muy diferente si entendemos que, 250 años después de la revolución industrial, la relación productor-consumidor se basa en los mismos principios: la oferta y la demanda. Sin embargo, las necesidades de consumidores y productores son muy distintas ahora. Por un lado están los consumidores actuales, sobreservidos y ávidos de soluciones que trascienden a la lógica y lo racional, a su disposición en ciclos cada vez más cortos. Por otro lado, los productores, inmersos en un contexto cada vez más competido y complejo en el que la globalización empieza a dar síntomas de agotamiento.
En este nuevo escenario de necesidades, existen campos en los que el diseño se ha comoditizado. La configuración de bienes es una tarea casi automática, al alcance de una masa cada vez mayor, con más medios y mejor formada. Hablo de los diseñadores operativos; aquellos que resuelven problemas técnicos y traducen su trabajo en soluciones tangibles.
Uno de los momentos más importantes en la historia reciente del diseño ha sido precisamente desmontar el mito que situaba a estos diseñadores operativos como hacedores únicos de una capacidad creativa innata. La fórmula para desmontar este mito era sencilla, bastaba con escarbar y reflexionar sobre la metodología y las herramientas empleadas por el colectivo más allá de las individualidades. Así, el diseño se abrió en canal para compartir sus métodos y mostrar la perfecta sincronía de acciones secuenciales para resolver problemas complejos. El diseño como un medio y no como un fin.
Así de sencillo. Como un piloto de una aerolínea comercial que, ante el inesperado retraso de su vuelo y ya con todos los pasajeros a bordo decide mostrar su bien más preciado a niños inquietos por la espera: la cabina en la que ejecuta todas las acciones que lo convierten en un actor indispensable del transporte aéreo.
Es en este momento de apertura metodológica en el que emerge una nueva concepción del diseño. En el binomio oferta-demanda, popularizado por Adam Smith, la oferta descubre el potencial oculto del diseño como función al servicio del negocio: Emplear las capacidades y herramientas propias del diseño para la resolución de problemas de índole estratégico. Un método, un medio. Pocas veces algo tan evidente causa tanto revuelo. Resulta que pensar todas las partes de un problema antes de lanzarse a su resolución es un enfoque disruptivo en la disciplina. Para cuando ocurre este hecho, la innovación ya no significaba sólamente lanzar productos nuevos al mercado, sino que también se concebía por innovación la mejora de procesos internos, la introducción de cambios en los modelos de negocio, resolver problemas organizativos, introducir nuevas tácticas de comercialización o de comprensión de los clientes. Nuevamente, diseño e innovación evolucionan de la mano.
Conviene ahora dar los pasos correctos. “Descubrir” que el diseño puede ponerse al servicio de la estrategia empresarial no debe suponer que toda la disciplina se focalice hacia este rol. Se necesitan diseñadores operativos y diseñadores estratégicos. Su actividad confluye, pero no es la misma. El diseño, como la innovación, puede orientarse hacia la totalidad de los procesos del negocio, siempre persiguiendo un objetivo: ser más competitivos.