Hace un tiempo asistí a una charla en la que un diseñador comparaba su trabajo para una empresa con el papel del Sr. Lobo en la película Pulp Fiction; personaje que era solicitado para poner orden en una situación caótica en la que se encontraban los protagonistas. La comparación es simplemente brillante. Con el tiempo, he podido comprobar que esta metáfora se ha ido extendiendo hasta convertirse casi en un leitmotiv.
Tanto en lo operativo como en lo estratégico (Echa un ojo a mi primera columna), el diseñador recibe un encargo, más o menos definido. Un problema al que debe encontrar solución. En cada caso, para encontrar esta solución se despliegan una serie de herramientas en una lógica estructurada de fases o etapas y se establece así un proceso; el proceso de diseño.
Pero volvamos al punto inicial, a la llamada, a la recepción del encargo. ¿Por qué llamar al Sr. Lobo? ¿Por qué acudir a un diseñador? En buena lógica, cuando uno tiene un problema específico, acude al profesional que le puede ayudar a solucionar dicho problema (específico). Lo mismo ocurre con los especialistas en el ámbito médico. Parece que no nos conformaríamos con una lectura rápida de la “Guía de limpieza de escenas del crimen” escrita por el colectivo al que pertenece el Sr. Lobo. Parece más razonable contar con él. Además del proceso y las herramientas, nos gustaría contar con su experiencia para resolver del mejor modo posible el entuerto.
Curiosamente los diseñadores hemos ido un paso más allá, además de un proceso y unas herramientas, hemos querido transmitir un marco de pensamiento. O al menos eso es lo que entiendo yo por Design Thinking: Piensa como un diseñador.
No quiero ir contra la lógica ni negar lo evidente. El Design Thinking se ha convertido en un método de aplicación ampliamente aceptado. Indudablemente, y por fortuna, gracias a ello el diseño se ha hecho un hueco entre la vorágine de funciones, tareas y procesos que hoy en día se encuentran en cualquier actividad empresarial. Pero es cada vez más habitual leer o encontrar titulares en los que el Design Thinking parece la solución a todos los problemas y males del mundo. A mi me gustaría plantear en este texto una reducción al absurdo -lo contrario no tiene lógica- sobre cómo deberíamos comprender el término, partiendo de la concepción del diseño que yo he practicado desde siempre y que tiene que ver con la definición adoptada por la World Design Organization. Si el diseño es un factor clave en “El intercambio sociocultural y económico”, la aplicación del Design Thinking ha de tener el mismo propósito.
Aunque estoy profundamente agradecido a Tim Brown y a su artículo para la prestigiosa publicación Harvard Business Review, creo que en realidad sólo hemos transmitido el método. Además, me tranquiliza pensar que los años invertidos en formación, las experiencias adquiridas a lo largo de proyectos, los aprendizajes, los éxitos y los fracasos son los que realmente configuran una forma de pensar que es intransferible. O al menos, intransferible como si se tratase de la implantación de un software.
Y ahora una reivindicación: Con compartir el método y las herramientas es más que suficiente. No seamos tan ingenuos, tan inocentes. No cataloguemos como “fácilmente transferible” aquello que nos define como colectivo y que debería ser nuestro bien más preciado. Al menos, dejemos que los neurocientíficos hagan su trabajo. Al fin y al cabo, un responsable de operaciones, un gestor de suministros, un experto en marketing, un financiero, … no comparten en una guía su forma de pensar, ¿no?. Sería un infierno.
¿Por qué ser únicos y diferentes? ¿Por qué usar distintas varas de medir? Dejaré esta respuesta para mi próxima columna.