Los signos rupestres son el más temprano reflejo de una comunidad, pero también un primer paso, fundamental, en la evolución o desarrollo de las técnicas de representación gráfica. Las ilustraciones primitivas son el inicio de la comunicación visual. Si en sus símbolos geométricos abstractos podemos intuir una protoescritura, sus pinturas de animales podrían leerse como pictogramas o como germen del arte pictórico. Lo que resulta evidente es que el propio entorno de las cuevas propicia la esquematización y, en último caso, la abstracción. Es algo evidente si lo pensamos más gráficamente: todo lo que se interpone entre un fuego y una pared en la oscuridad se convierte en silueta. Esa simplificación se destila a modo de abstracción de la realidad representada.
Es algo con lo que también han jugado muchos artistas contemporáneos, como la afro-americana Kara Walker, los británicos Tim Noble & Sue Webster, la brasileña Regina Silveira o la catalana Eulàlia Valldosera. También creadores pioneros como Moholy-Nagy, o diseñadores de la relevancia de Paul Rand, que retratará a un hombre y su sombra como dos siluetas superpuestas para la sobrecubierta de The Second Man. Otros ejemplos afortunados son el cartel que Catherine Zask diseñará en 2001 para Macbeth o el que Milton Glasser realizará para Dylan en 1967. También algunos de los que Armin Hofmann diseñará para el Teatro y la Kunsthalle de Basilea. O los carteles de Lester Beall, Lora Lamm o Saul Bass, ejemplos, a su vez, de un tipo de figuración primitiva, como también lo es la portada de Alvin Lustig para Three Lives de Gertrude Stein.
La proyección de las sombras permite dibujar con más facilidad, aunque el hombre del Paleolítico superior ya fue mucho más allá y, al agregar varios contornos en diferentes posiciones y replicar el perfil en varios puntos, fue capaz de, además de representar por primera vez una figura no estática, «realizar una esquematización del fenómeno dinámico». Es algo que se advierte muy bien en los paneles de rinocerontes o caballos de la cueva de Chauvet-Pont-d’Arc en el sur de Francia, donde se representan un gran número de especies diferentes. Pero también en el célebre diseño que Edward McKnight Kauffer realiza para el periódico londinense Daily Herald, donde inspirado en el preciso vuelo de unos pájaros, combina una suerte de abstracción cubista y el naturalismo. Otros ejemplos de este dinamismo son los diseños que Max Huber realiza para las carreras de Monza o uno de los carteles que Giovanni Pintori realiza para celebrar la Lettera 22 de Olivetti.
Para el hombre paleolítico representar un animal equivale a cazarlo y ambas actividades requieren estrategias perceptivas similares. El espacio ha de ser medido con precisión, como las trayectorias, y un error de cálculo frustra todos los esfuerzos posteriores, ya sea en la caza, como en la pintura. Como en el mundo del diseño, hablamos de ritmo, de distancias, de trayectorias. Es evidente que todo ello no es algo accidental y que la concentración de las figuras en una determinada zona obedece a un criterio. Al fin y al cabo, la habilidad artística del cazador no está tanto en conseguir reproducir o imitar, sino en el saber “reconocer”. Esta formalización de la experiencia cinemática podríamos entenderla como el precedente más claro de las aportaciones que en el siglo xix hará el fotógrafo inglés Eadweard Muybridge, quien intentando probar que en un determinado momento del trote del caballo sus cuatro patas estaban al mismo tiempo en el aire –razón que contradecía años de representación pictórica–, revolucionará el mundo de la imagen. Pero en Chauvet-Pont-d’Arc por primera vez existe una intención de representar el fenómeno dinámico a partir de un proyecto gráfico, lo que se destila como manifestación clave a la hora de estudiar los orígenes tanto del diseño gráfico como del arte en general.
Rocco Antonucci, Arte e/o design, Mimesis Edizioni, Milán, 2016.