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La columna de David Barro en Experimenta. Hoy: La arruga es bella

La columna de David Barro en Experimenta. Hoy: La arruga es bella

La columna de David Barro en Experimenta. Hoy: La arruga es bella

Los ochenta son los años del walkman, de los videojuegos, del VHS. Personalmente, es la primera década de la que tengo conciencia y vivencias capaces de pervivir en mi memoria sin mucha nubosidad.

En España y Portugal son años de efervescencia creativa, donde la ruptura con lo anterior se manifiesta y donde, más que hablar de estilos y movimientos, habría que hacerlo de nuevos modos de vida. En ambos países, aun cuando en España se produce de un modo más acelerado, se da un proceso de afirmación de la contemporaneidad, por supuesto, de un modo tardío si atendemos a las corrientes internacionales y a lo que había sucedido en los años sesenta y setenta en otros lugares del mundo. Es algo visible en el boom de la publicidad, en la moda y en el cine, pero también en el arte y en la música, que se convierte en motor fundamental con la emergencia de nuevos grupos que traen como consecuencia una nueva imagen e inéditas formas visuales que desencadenan diseños y fórmulas más imaginativas. El rock y el pop se escucha, pero también se ve.

En Portugal es el caso de los grupos UHF, Taxi y, sobre todo GNR, que producirán siempre originales portadas para sus discos. En España, se habla de la Movida Madrileña, pero este es un concepto que se desarrolla simultáneamente en distintos focos autonómicos como Vigo, Bilbao, Sevilla o Barcelona. Todo es fruto de un tiempo de libertad, de iniciativas contraculturales y de apoyos institucionales. Juan Manuel Bonet en arte definió estos años como «los años pintados», pero seguramente bien podríamos ampliar ese concepto para «los años cantados» o «los años diseñados», porque si algo resulta palpable con la debida perspectiva histórica es el auge de lo creativo y una suerte de euforia consumista. 

Estos «efervescentes» años ochenta tenían su soporte en el papel de los Fanzines primero y más tarde en revistas como La Luna o Madrid Me Mata (posteriormente, Madriz) de Oscar Mariné o la original Tintimán, que nace en 1984 con diseño de Miguel Ángel Vigo. Es también momento para nuevos escenarios teatrales y cinematográficos, para otros colores e iluminaciones, para originales muebles y objetos, para exuberancias textiles y para un marketing sin tapujos. La música pop y lo extravagante eran el soporte visible de otros excesos. De algún modo, todo declina en lo festivo y expresivo, que se refleja literalmente en la portada new wave que la diseñadora portuguesa Fernanda Gonçalves realiza para el disco Defeitos Especiais de GNR o en cualquiera de las películas o actuaciones de Pedro Almodóvar de la época. 

En los ochenta la publicidad estaba llena de cuerpos perfectos. Las imágenes y las apariencias estaban desplazando a la realidad. El orden posmoderno convertía el cuerpo en una suerte de religión. Es entonces cuando el diseño cobra una relevancia inédita y un yogurt no solo es un postre, sino que tiene que ayudar a conseguir un “cuerpo Danone”. “Cuanto más bebes, más te gustas”, era el mensaje de Mondariz. Y en ese clima de perfección llega Adolfo Domínguez para concienciarnos de que “la arruga es bella”, lo que parecía contradecir esa unánime batalla contra el tiempo. Una disonancia que no es tal si pensamos en cómo él también proyecta los valores de la superficie, en este caso del tejido, en el pliegue, en la caída, en la textura. La arruga del lino confiere nobleza, en línea con esa demanda selecta que tenía siglos atrás. Tanto es así que hasta el personaje de Sonny Crocket interpretado por Don Johnson en la célebre serie Corrupción en Miami vestirá también de Adolfo Domínguez, con traje de lino y coloridas camisetas. Domínguez conseguirá que sus colecciones desfilen en lugares como París y se comercialicen en almacenes como Harrods, conquistando mercados en continentes diferentes y países como Japón, Argentina o México, hasta conseguir ser la primera marca de moda del país en cotizar en bolsa. El carácter diferencial, querido Watson.

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