Josef Albers proclamaba la autonomía del color como medio de la organización plástica. En sus clases enseñó lo difícil que resulta ver un color, por su carácter engañoso y por las reacciones que provoca gracias a la naturaleza subjetiva de la percepción. El entorno provoca una interacción más o menos intensa con el color y no existe una mecánica aplicable respecto a este. Es algo que consiguió entender como nadie, reflexionando a partir de una curiosa indagación en su potencial estético, pero también en su capacidad científica y psicológica, que heredarán algunos de sus alumnos como Víctor Moscoso, capaz de destilar ese carácter vibrante del color hacia la psicodelia en el diseño de sus carteles.
En las obras de Josef Albers los colores interactúan y se yuxtaponen armoniosamente, jugando con acentos cromáticos y el tamaño de los cuadrados para lograr infinitas perspectivas únicas, a veces desde tonos levemente diferentes y otras desde contrastes inesperados. Su manera de operar el intervalo guarda mucha relación con la manera en que un diseñador ha de modular el ritmo, desarrollar su cadencia. Es importante el tamaño, la intensidad, el poder de la masa de un objeto que tome la primacía jerárquica en lo visual. Es algo que consiguió dominar Paul Rand a partir del uso de colores muy contrastados, dotando a sus composiciones de un gran dinamismo. Pero sobre todo Albers, desde el pequeño formato de la pintura de caballete, convencido de la discrepancia entre el hecho físico y el efecto psíquico.
En esa línea podríamos situar a algunos artistas o creativos como Norman Ives, del que Albers fue mentor. Ives, diseñador de logotipos de una extraordinaria plasticidad, defenderá que un diseñador debe distorsionar y crear nuevas formas para las letras de modo que estas resulten únicas, aun cuando deban conservar detalles que permitan su reconocimiento. En otras palabras, se trata de reducir su valor literal y aumentar su valor formal. Para Norman Ives ninguna parte de un símbolo se puede suprimir sin destruir la imagen que crea, ya que, como una Gestalt, el efecto psicológico de la imagen total es mayor que la suma de sus partes. Si ese efecto lo llevamos al plano, y por seguir con otro alumno de Albers, la pintura de Sewell Sillman de los sesenta, o décadas más tarde Peter Halley, también se nos presentan como buenos ejemplos. Antes, Ben Nicholson, autor de una serie de pinturas extraordinarias en la década de los treinta, había reconocido que el tapete de la mesa de billar y las relaciones cambiantes de las bolas le habían influido más que cualquier otra cosa, aunque es evidente que en su trabajo se nos aparece la sombra de Mondrian y el constructivismo. Sus composiciones no andan lejos de las imágenes de letras desordenadas de la diseñadora suiza Rosmarie Tissi ni de las espléndidas composiciones dadaístas con letras de Vasyl Yermylov. Tampoco de cómo trabajó el espacio y el color John Cecil Stephenson, que proyectaba pinturas que continuaban el camino abierto por El Lissitzky y Moholy-Nagy en torno a una suerte de dinamismo óptico, una suerte de ojo-cámara como el del cine de Dziga Vértov y su intención de hacer de la experiencia una prolongación de tiempos, ya sea a partir de su desmembramiento o de su absorción.
Son creadores que componen como grandes artistas, pero también como magníficos diseñadores, aunque la arquitectura de la página sea en su caso el lienzo o la pantalla de cine. Pienso en Moholy-Nagy, para quien la fotografía era el medio ideal para conseguir un avance en lo que respecta a las nuevas experiencias espaciales. Más tarde, algunos fotogramas de Roger Humbert, Karl Martin Holzhäuser, Barbara Kasten o Liz Deschenes irán en esa línea. Porque la fotografía concreta no parte del objeto visible para derivarlo en abstracto, sino que crea nuevos objetos de imagen para proyectar otros estadios o circunstancias estéticas.
Todos estos creadores trabajaron la interferencia visual y la pulsación óptica, liberando el medio fotográfico de lo mimético para trabajar la realidad de otra manera. ¿No es acaso lo que hace Alvin Lustig cuando ilustra a partir de formas abstractas? En sus portadas para New Directions establecía un símbolo abstracto del contenido de cada libro. Él mismo confesará que trataba de conseguir que la fuerza de la forma y el color atrapara e informara al ojo. Lustig reduce el significado a su esencia, incluso a un estado de ánimo, algo que solo podría hacer desde la forma abstracta. Esa labor será continuada por Elaine Lustig Cohen, que también entendía la forma y el contenido como una unidad. Lo mismo podríamos decir del portugués Sebastião Rodrigues, que en los años cincuenta y sesenta revolucionará el libro portugués con sus excelentes portadas. Diseñadores como estos, o como como George Giusti o Luis Seoane dan sentido a la explícita frase de Albers: «Todo tiene una forma, toda forma tiene un significado».