Puede que a algunos les sorprenda saber que el libro impreso (1450) le saca casi un siglo de ventaja al violín (1529). En cambio, la cubierta ilustrada es tan reciente como el fútbol (1899). Entre el violín y el fútbol, el diseño de libros ha rebotado de una artesanía a otra, desde la esplendorosa racionalidad renacentista a la pragmática intuición modernista, con muy diversa fortuna, por cierto.
El libro impreso traspasó al fino violín diseñado en Cremona los conceptos básicos del estuche con cierre, la producción en distintos formatos y la presencia de letras en la tapa (se llaman «efes» del violín a los agujeros que producen la resonancia sin par de los instrumentos de cuerda y que son herederas en su diseño de las gloriosas cursivas ideadas hacia 1500 por el impresor y editor veneciano Aldo Manuzio, el primer diseñador editorial propiamente dicho).
Ambos, el libro y el violín, son supervivientes del Renacimiento, una época muy refinada cultural y estéticamente hablando, mientras el fútbol y las cubiertas ilustradas con imágenes (dibujadas o fotográficas) comparten el Modernismo, un movimiento más brillante entre artesanos que entre artistas, proclive además a la popularidad más indiscriminada (solo de las famosas sillas Thonet llegaron a venderse 50.000.000).
Antonio Stradivari sería el violín personificado y Manuzio el libro hecho hombre.Antonio Stradivari sería el violín personificado y Manuzio el libro hecho hombre. El factor especulativo según el cual cualquier «Stradivarius» se cotice hoy por encima de los 100.000.000 de pesetas y los libros de bolsillo aldinos a 3.000.000 por lo bajo, no hace sino acercar los personajes al divismo contemporáneo, tan deslumbrante como absurdo, de los futbolistas de elite (con el sueldo de un año se podrían comprar uno de los 650 Stradivarius que todavía andan por el mundo).
El libro y el violín son, en fin, el vivo exponente de la aplicación racional de un cánon de la belleza y la funcionalidad que afectó disciplinas tan excelsas como la arquitectura, la pintura y la escultura, materializadas en obras insuperables como Santa Maria dei Fiori, la Gioconda o la tumba de los Medici.
Sin embargo, así como los «luthiers» siguen afanándose en construir los violines como los hacía Stradivari, los libros han cambiado muchísimo. Para peor, desde luego. El libro ha dilapidado en 500 años un patrimonio tipográfico memorable. En general, el libro trata la «tripa» sin rigor tipográfico, hasta el punto que hoy los periódicos, que cuestan 125 ptas., son más cuidadosos con el uso de los tipos, la composición, los márgenes y el doblado de líneas en titulares que los libros que cuestan 3.000 ptas. Si añadimos la desidia en el papel, el set y la interlínea, el resultado es un producto degradado que entristece no verlo rechazado por un sector de consumidores demasiado tolerante. Se trata de un timo cultural a gran escala, y el trabajo que le queda por hacer al diseñador de talento, no a cualquier advenedizo, es ingente. Si le dejan. Cosa que dudo, porque al libro le está matando el éxito de ventas. Le pasa lo que al fútbol, que ya no es un espectáculo redentor para la vista, sino únicamente un negocio.
Y es que, cuando un objeto diseñado es motivo de la atención del público y, por tanto, susceptible de proporcionar pingües beneficios, lo más probable es la progresiva desaparición del diseño, adaptándose sumiso al éxito del mercado a condición de perder la cualidad experimental y rebelde que caracteriza las innovaciones. Algo así le ha sucedido al automóvil. Desde que la publicidad eligió al diseño como un valor de cambio, se acabó el diseño. El último de los grandes, Giorgio Giuggiaro (Golf 74), dejó de diseñar automóviles porque se aburría: «Todo lo hace el ordenador». ¿Donde están los sucesores de Ferdinand Porsche y su «escarabajo» Volkswagen? ¿Y de Pierre Boulanger y su 2cv? ¿Y de Flaminio Bertoni y su DS19, la mejor escultura del siglo XX según José M. Subirachs? ¿Y de Pininfarina y Bertone? De acuerdo, Philipe Starck ha diseñado una Aprilia y montones de cepillos de dientes y televisores, pero ningún coche.
Al libro le ha pasado lo mismo. Hoy, colecciones como La Pléiade son el Rolls-Royce de la edición y los libros Gallimard de Robert Massin, Penguin de Jan Tschichold y Shurkamp de Willy Fleckhaus son materia de coleccionismo. Aquí empiezan a serlo las colecciones Austral, Biblioteca Breve de Carlos Barral y, naturalmente, los Alianza Bolsillo de Daniel Gil.
Pero no hay que desesperar. Según el amigo de amigos Tibor Kalman, el gran diseñador desaparecido prematuramente el año pasado, a los cincuenta años de edad, «hay un 1% de empresarios que entienden que cultura y diseño no significa llenarse la cartera, sino crear futuro… Creédme, existen, y cuando los encontréis tratadlos bien y usad su dinero para cambiar el mundo».
Entrevista realizada a Daniel Gil en 1984.
Cuando Daniel Gil empezó a diseñar las primeras cubiertas de bolsillo para Alianza Editorial, eran los tiempos del gran Alfredo Di Stéfano en el Real Madrid. Un futbolista tocado por la genialidad, capaz de hacer de un partido de fútbol una obra de arte de la que participaban entusiasmados los ciudadanos más insensibles a los goces estéticos clásicos (la arquitectura, la pintura, la escultura o la música). Se movía como un dios alado entre los artesanos del balón que hacían de defensas y medios volantes (había jugadores rústicos y entrañables que jugaban con boina, como aquel que rugía: ¡«A mí el ‘pelotón’, que los arrollo»!), convirtiendo las piruetas futbolísticas convencionales en estampas plásticas renacentistas comprensibles para todos. Le apodaban «la saeta rubia».
Algo parecido hizo Daniel en las cubiertas de Alianza. Y es que, hablando futbolísticamente, cada día veo a Gil más parecido a Di Stéfano. Para empezar, ninguno de los dos es madrileño, pero ambos interpretaron genialmente lo que podía ofrecerse sin ser incomprendidos, sabiendo repartir juego y ser sobrios, imaginativos y desconcertantes a la vez, siendo por todo ello dos profesionales como la copa de un pino y, en el fondo, unos clásicos del Renacimiento.
Joan Brossa decía que «el diseño gráfico era un arte (que nada tenía que ver con la pintura) lleno de posibilidades».Como el lector quizá haya adivinado, este no es un artículo sobre Daniel Gil, sino para Daniel Gil. Sé que cuento con su complicidad, porque hemos hablado de esas cosas muchas veces. Joan Brossa decía que «el diseño gráfico era un arte (que nada tenía que ver con la pintura) lleno de posibilidades». Y a fe que Daniel supo encontrarle posibilidades a un trámite tan vulgarizado como diseñar miles de cubiertas de libros de bolsillo. Unos libros que, en lo visual y como bien dijo Juan Cruz, «desprenden un aroma especial». En efecto, hay un Otoño en Madrid de Juan Benet, una Autobiografía de Thomas Mann, una Vendetta de Guy de Maupassant, una Tristana de Benito Pérez Galdós y unas Pequeñas alegrías de Hermann Hesse, entre centenares y centenares, envueltos en imágenes inconfundibles que improvisaba, como «la saeta rubia», regateando en un espacio vulgar salpicado de materiales de desguace que compraba en el Rastro. Con ellos recreaba los elementos esenciales del libro mediante naturalezas muertas prodigiosas de forma y contenido (género que el renacentista Caravaggio elevó a cotas insuperables) siempre impecables de iluminación, composición, acompañamiento tipográfico e impresión. Pequeñas obras del arte que al diseño le reconocía Brossa que remitían a estilos surrealistas, dadaístas, cubistas, simbolistas o pompier con el expresionismo latente y conmovedor que cada una de ellas desprendía, permitiendo rastrear el fondo del libro desde una forma que sin duda hubiera complacido a otro poeta, Stephane Mallarmé (distinguido representante de la cultura francesa que tanto estima Daniel), porque se expresaba en su mismo credo, «haciendo hablar a las imágenes y haciendo que las palabras fueran imágenes».
Enric Satué es diseñador gráfico, historiador del diseño y profesor asociado de la universidad Pompeu Fabra, Escuela de Arquitectura de Barcelona y Escuela de Arquitectura del Vallés.
Artículo publicado en Experimenta 29 con el título 'Enric Satué. Entre Stradivari y Di Stéfano. O el libro, la música y el fútbol'.