En el prefacio a la primera edición italiana de Mafalda, titulado “Mafalda, la contestararia”, el semiólogo Umberto Eco propone una coordenada para leer el potencial político de la historieta creada por Joaquín Salvador Lavado, Quino: la de la disidencia infantil. Por supuesto, Eco enfocaba sus palabras en la niña de pelo rizado que pensaba, entre sus horas en el salón de clase y sus juegos en el parque, en las consecuencias globales y cotidianas de la Guerra Fría; también es probable que, por la brevedad que demanda la escritura de un prefacio, no haya desarrollado más ideas sobre los personajes de Quino, todo un mosaico de posturas políticas que se hacen patentes en un espacio urbano: en una posible Buenos Aires que se dirigía al progreso urbano al tiempo que cobraba la factura del avance a una clase media que, desde los años que se cuenta la historia de Mafalda, no presentaba muchas alternativas de movilidad económica y social.
En Mafalda los espacios se encuentran delimitados entre los reducidos interiores de departamentos familiares y los exteriores, entre pavimentados y precarios, en los que conviven los niños. “¡Sunescán! ¡Salúna buso!”, grita la mamá de Mafalda cuando llega al departamento en el que vive la familia después hacer las compras. Libertad, una amiga de la protagonista —y una ironía encarnada: la niña que se llama como un ideal utópico y que es una militante izquierdista confesa es chaparra, chaparrísima— pregunta qué es lo que quiere decir la señora. “Es un escándalo, un abuso, en dialecto de madre volviendo del mercado”, responde la otra.
En otro segmento, la misma Libertad invita a Mafalda a su hogar. Cuando llegan, la niña finge que grita a la lejanía para decirle a su mamá que ella y su amiga ya llegaron. Mafalda le dice a Libertad, sorprendida, que el departamento seguro es muy grande, a lo que se le responde que la hija y la mamá actúan así precisamente para sorprender a las visitas. La mamá es traductora del francés al español, un signo de que es más educada que el promedio de los otros papás de la historia, señores de clase trabajadora y amas de casa. Y aun así, una traductora vive en un sitio de dimensiones mucho más reducidas que, por ejemplo, la casa de Susanita.
En la Buenos Aires supuestamente moderna se pueden observar algunos efectos de la desigualdad que tienen un impacto importante en los niños. “Me parte el corazón ver gente pobre”, le dice Mafalda a Susanita mientras caminan por la calle en un día claramente frío. Ambas van tapadas hasta el cuello con chamarras. Susanita es una niña rubia cuya única aspiración —si no es que obsesión— es la de casarse y tener hijos. No es que los padres de Susanita tengan un mayor poder adquisitivo, sólo que su entorno familiar defiende mayormente los comportamientos de la gente más rica como, por ejemplo, el clasismo. “¡Habría que dar techo, trabajo, protección y bienestar a los pobres!”, dice Mafalda en un arranque de indignación. “¿Para qué tanto? Bastaría con esconderlos”, responde la futura damisela. Otro ejemplo de cómo los niños viven los exteriores se desarrolla en el personaje de Manolito, un niño que no va muy bien en la escuela pero que ha sido educado para creer que el trabajo y el esfuerzo lo conducirán al éxito. Manolito intenta hacer sus tareas mientras atiende la tienda de abarrotes de su padre, quien no le tiene mucha paciencia y lo castiga físicamente cuando sus notas académicas no son excelentes, cuando la verdad es que Manolito es un niño que trabaja y que está en continuo contacto con los vecinos —con la calle— al contrario de sus amigos, que pueden hacer sus tareas en la comodidad de un comedor y con el acompañamiento de sus padres.
Los niños que aparecen en Mafalda escuchan y asimilan las preocupaciones políticas y económicas de sus familias y, en la misma medida, atienden los sucesos globales que definen también la vida cotidiana de aquellas personas que, injustamente, no son considerados como protagonistas de los grandes procesos históricos que leen en los periódicos. Esta condición puede explicarse en una tira en apariencia inocente, un Caballo de Troya típico de Quino cuya ligereza esconde un comentario pesimista. Manolito, Susanita y Mafalda se encuentran con que no pueden jugar en el parque con la supuesta despreocupación tan publicitada por la UNICEF. Cada uno tiene que regresar a su casa porque tienen tarea escolar que hacer o una tienda que atender. Todos deciden jugar a la guerra atómica. “Exigencias de la vida moderna”, reflexiona Mafalda en pleno apresuramiento.
Quino ensayó, en la escala de los niños, las ansiedades de una clase media que atravesaba tiempos convulsos y, como menciona Eco en aquel prefacio, la época de “una América Latina urbanizada y desarrollada”. Pero podemos afirmar que, a pesar de las ínfulas de Susanita o de la sed capitalista de Manolito, cada uno de los niños no ascendería demasiado en el escalafón social. Se independizarían relativamente, ya que seguro tendrían que rentar un departamento para hacer más o menos los mismos trabajos de sus padres. Murió Quino, y ha pasado medio siglo desde el lanzamiento de Mafalda. Sin embargo, valdría la pena revisar algunas de sus tiras para reflexionar sobre las condiciones en las que una clase en específico accede a la vivienda y al trabajo en las ciudades. Para pensar las diferencias de clase que existen y que pueden apreciarse en las mismas calles. Para criticar las condiciones en las que, a veces, no hay más posibilidad que jugar a la guerra atómica para continuar con un trajín alienante.
Hasta siempre, Quino.
Publicado por Christian Mendoza en Arquine.