Una vez más, Brasil asiste a un cambio de gobierno. Cada cuatro años se lleva adelante esta transición de poderes y, sin importar quién asuma, con ella se realizan una serie de cambios institucionales y políticos, algo normal en cualquier nuevo gobierno que toma posesión. Pero junto con tales cambios, el país y sus ciudadanos son “regalados” con un nuevo logo del Gobierno Federal, reemplazando al anterior. Este nuevo logo representará todos los actos, acciones, anuncios, publicaciones y mensajes del nuevo gobierno de Lula, que comienza ahora.
Antes de comentar sobre el diseño y la calidad estética de éste y anteriores logotipos, lo que sorprende es ver que todos los gobiernos de Brasil, desde la llamada Nueva República -es decir, desde el final de la dictadura militar en 1985- independientemente de su partido o sus ideologías, tratan al país y su imagen institucional como si fuera un mero e inexpresivo establecimiento comercial de carretera, cambiando por completo su imagen institucional con cada “nueva dirección”, es decir, cada cuatro años.
Todo país es –y debería serlo siempre– más grande e importante que cualquier ser humano que ocupe su presidencia, sea quien fuere. El país es soberano y, sobre todo, sabemos que sobrevive a cada expresidente que deja el cargo. Algo que, afortunadamente, estamos presenciando con mucha alegría en este momento, con la partida de Jair Bolsonaro.
Un gobierno debe ser recordado y reconocido, por sus acciones, no por su logotipo. La memoria de una presidencia, en cualquier país del mundo, se reduce a la historia de su desempeño en todos los ámbitos durante su mandato, sea bueno o malo. Sus logos temporales quedan en el olvido, sirviendo únicamente como un souvenir gráfico opaco que firma los registros de escrituras durante esos cuatro años. En el caso específico del reciente ex gobierno brasileño, seguramente será recordado mucho más por sus actos inconcebibles, intrascendentes y sin precedentes en la historia nacional.
En cuanto a la vanidad nacional de que cada presidencia lleve un logo “para llamarlo propio”, en los llamados países del “primer mundo”, tal práctica no existe o es muy escasa. El logo, marca, escudo –o lo que sea– que represente a la presidencia es único, inalterable e independiente de sus presidentes, ya sea en Francia, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos o en muchos otros países.
En Brasil, así como en varios países del mundo, mientras son candidatos a la presidencia y otros cargos públicos, todos los candidatos presentan un logotipo personal en sus campañas electorales, siempre tratando de elogiar –y vender– la perfección e integridad de sus personas, además de las fotos retocadas, por supuesto. Es solo una acción publicitaria, donde el empaque del producto está cuidadosamente diseñado para seducir a los consumidores potenciales. Sin embargo, en Estados Unidos, los candidatos que ganan elecciones y toman posesión, el logo que viene a representarlos es el “Sello de la Presidencia de Estados Unidos” –en el caso de la presidencia- y así sucesivamente respecto de otras posiciones. El emblema es siempre el mismo, igual para todos los que asumen el cargo, ya sean republicanos o demócratas.
En estas partes del mundo, como copiamos todo de los Estados Unidos, tal estándar debería ser –obligatoriamente– el mismo en Brasil. Lamentablemente, en lugar de copiar buenas acciones norteamericanas, como el reconocimiento y respectiva remuneración de profesionales calificados; las donaciones filantrópicas de familias adineradas a instituciones, museos, bibliotecas y universidades; e incluso el espíritu social para el bien común, entre otros, seguimos copiando solo lo que no debe ser copiado –como los horribles edificios “a la Miami” y sus vulgares nombres en inglés–, cada vez más presentes en ciudades brasileñas; los exagerados implantes de silicona en los senos femeninos; el deseo generalizado de comer una hamburguesa, como si fuera un manjar gastronómico; los cubos gigantes de palomitas de maíz que se venden en los cines, entre muchos otros ejemplos.
En Brasil, además de tratar al país como un mero e inexpresivo establecimiento comercial de carretera –como escribí más arriba– también se lo trata como si fuera una empresa, con derecho a un slogan (lema) que completa su logotipo eventual, en una clara demostración de que se subestima la fuerza de la imagen que Brasil tiene de sí mismo, tanto internamente como en el exterior, sin la menor necesidad de una marca de gobierno temporal. Dicho sea de paso, esa actitud no es exclusiva nuestra, ya que casi todos los países latinoamericanos hacen exactamente lo mismo.
Por otro lado, dado que la nación es tratada como una empresa, ¿por qué no seguir el ejemplo de sólidas empresas internacionales reconocidas a nivel mundial, como Shell, Coca-Cola y Volkswagen, entre muchas otras? ¿O incluso empresas nacionales como Globo y Petrobras? Estas empresas han existido durante décadas y sus logotipos siguen siendo los mismos, simplemente con cambios para actualizar su representación visual de acuerdo a la época, sin importar quién sea su presidente, director o incluso el país donde operen. La fuerza de sus logos los representa de manera absoluta, gracias a la continuidad de su mantenimiento.
Y hay más: cambiar el logo del Gobierno Federal de Brasil cada cuatro años determina un “efecto cascada”, porque junto con el nuevo logo del gobierno también hay cambios en los logos de todos sus ministerios, secretarías, coordinadoras y departamentos, además del cambio de marca en estados, ciudades, prefecturas, etc., gracias a los nuevos políticos que toman posesión y sus partidos electos. Todos cambian de look en cada nueva dirección, luciendo logos nuevos, inexpresivos, olvidables y efímeros, además de generar gastos públicos absolutamente innecesarios, si tales símbolos fueran perennes.
Finalmente, en cuanto al diseño en sí de este nuevo logo nacional –y de los anteriores–, está claro que se trata de proyectos creados por una comisión, donde cada uno da sus sugerencias, ideas y conjeturas y, en consecuencia, todos son atendidos, para que el resultado final de la obra contemple sus ideologías, mensajes de inclusión social y respeto a todos, colores de las diversidades y sus partidos, etc, etc, subrayados por el denominado “slogan/motto/lema”. Como desconocen la importancia del buen diseño y su relación con la imagen y con lo que representan, el resultado es incomprensible, una auténtica ensalada de colores y estilos gráficos absolutamente innecesarios, exagerados y olvidables, que siempre afloran para el anonimato. Pero, sin dramas: dentro de cuatro años lo veremos todo de nuevo.
Una aclaración: no confundir marca gobierno con “marca país”, logos creados con fines promocionales y turísticos. Tales marcas, buenas o malas, también se han convertido en una locura mundial, con países, ciudades y regiones que muestran una profusión de imágenes, y pocas son memorables. Entre muchas, cabe mencionar la marca país Perú y la marca ciudad Oporto, dos ejemplos y referentes del buen diseño, además de exitosos a nivel mundial. El resto, casi en su totalidad, es un festival de inutilidad gráfica.