Dentro de las numerosas y maravillosas artesanías elaboradas en México, con sus diversas etnias y pueblos originarios en cada una de sus regiones y de sus estados, en los pueblos de Oaxaca –en especial San Martín Tilcajate- y otros lugares del país es posible encontrar -yo lo creo así- uno de los iconos de la artesanía contemporánea pero intemporal más fascinantes –si es que se le puede otorgar un término-. Tal vez y esto solo lo supongo, tendrá que ver con una mezcla de dioses y animales, de pasado y presente, de religión y conquista, de realidad e imaginación, de crear lo soñado y soñar lo imposible, de un mundo de seres fantásticos llenos de colores, texturas y formas, de eternas dualidades.
Hechos de papel y madera de copal, de madera de esta tierra, madera que fue árbol y albergo nidos y pájaros y colibríes, árbol que fue bosque y montaña, que ahora en ese pedazo de madera lleva toda la sabiduría de la naturaleza y unas manos mexicanas crean sobre ese trozo seres mágicos y enigmáticos, místicos; jaguares con alas, chapulines con pico de colibrí, ajolotes con ojos de pantera y lunares brillantes, ranas con cara de búho, pavorreales con ciempiés, gallos con ojos de lince y crestas de venado azul, águilas con alas que escupen fuego, seres quiméricos, mezcla de realidad e imaginación en un mundo creado entre la naturaleza y la fantasía del hombre; son los alebrijes.
La figura artesanal del alebrije llegó a insertarse a fuerza de originalidad en la vasta tradición artesanal y cultural del país dentro de sus cientos de artesanías centenarias, muchas de ellas de tradiciones prehispánicas y novohispanas. Se pensaría que en algún punto no es posible reinventar una artesanía, parecería muy complicado insertarse en el imaginario colectivo de la tradición en México, el alebrije tuvo los ingredientes para hacerlo; la imaginación fantástica en su creación –cosmovisión prehispánica-, el material –madera y cartón- contemplando la sencillez y la nobleza del mismo y el artesano con toda su habilidad, técnica e imaginación.
Pero como muchas tradiciones culturales en nuestro país, los alebrijes surgen también de una leyenda y de un personaje legendario, el artesano Pedro Linares –cartonero de oficio- que según se cuenta, en la Ciudad de México un día de 1936 enfermo y cayó en un profundo sueño, inmerso en él, se vio caminando por un bosque lleno de árboles, rocas y animales. Todo estaba en calma, él no sentía dolor y estaba feliz de estar caminando por ese lugar, de pronto las rocas, las nubes y los animales se convirtieron en extrañas e imposibles criaturas, al seguir se encontraría un burro con alas de mariposa, un gallo con cuernos de toro y un león con cabeza de águila, todos estos seres gritaban al mismo tiempo una palabra, la gritaban incesantemente una y otra vez, la palabra sería “alebrijes”. Al despertar, el artesano comenzaría a recrear casi de manera compulsiva estas criaturas fantásticas, a plasmar con sus manos lo soñado, queriendo atrapar el sueño fantástico e inmortalizar a esos seres en este plano terrenal.
Más allá de la historia fundacional de este simple cartonero, maestro que marcaría toda una generación de artesanos y artistas populares, que expondría sus obras alrededor del mundo en los museos y centros culturales más importantes, que conversaría con Diego Rivera y Frida Kahlo y otros grandes referentes acerca de sus creaciones, de su sueño, que recibiría el Premio Nacional de Ciencias y Artes, más allá de ello, lo que el alebrije manifiesta es la síntesis de la tradiciones prehispánicas de México, el alebrije refleja el universo de los aztecas, de sus deidades, los seres fantásticos y mitológicos, la representación del mundo animal y su relación con el hombre, de los guerreros ataviados con cabezas de jaguar y plumas de Quetzal con los cuerpos pintados de rojo para la batalla junto a otros caballeros que podrían ser águila o serpientes, ¿de donde proviene México? sino de la epifanía de un águila devorando a una serpiente sobre un nopal en el medio de un lago, ¿de donde proviene ese pueblo? sino del mítico Aztlán, ¿como eran los dioses de los aztecas que adorarían por más de tres mil años? sino seres mágicos hechos de animal y hombre, de sol y luna, ¿de donde somos los mexicanos sino del maíz?
Este universo lejano envuelve un alebrije, la cosmogonía de un pueblo, la supervivencia de los dioses transformados en seres mágicos, los animales hechos de madera y color, la idea lúdica del juego del hombre y su imaginación con la naturaleza que lo supera. El mundo de los alebrijes –también como una de las grandes tradiciones culturales de nuestro país- nos enfrenta a que cada uno también es capaz de refundarse en su propio universo, de reedificar su propia tradición, de evolucionar aquello que pereció, de crear con imaginación y delirios, de entregarnos a los sueños y moldear estos con las manos.
Lejos de nacionalismo, la figura de un alebrije es la conexión con la tierra y los ancestros de este lugar, tal vez, me gusta imaginar que Pedro Linares soñó un extraño México prehispánico, soñó que recorría la gran Tenochtitlan, entre canales de agua pura, canoas llenas de granos de maíz de decenas de colores, cacao y piedras preciosas, por las chinampas del lago que rodeaban las ciudad y los templos, los adoratorios humeantes de copal, las tallas en madera preciosa y obsidiana, tal vez soñó aquella ciudad custodiada por el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, que paseaba en el Templo Mayor y los caballeros aztecas se dirigían a la batalla mientras en lo alto del templo se adoraba a Huitzilopochtli y Tláloc, ahí un sacerdote abría el pecho de un guerrero para extraer el corazón todavía latente alzándolo al Sol como ofrenda para ofrecérselo a la serpiente emplumada y así ganar por un día más la batalla en el inframundo.