“España, la del inagotable y misterioso renacer, que una vez más podrá asombrar al mundo con el esplendor súbito de su renacimiento inesperado” (Niceto Alcalá Zamora, 1931)
I
A poco de proclamarse la Segunda República (tal día como hoy hace noventa y dos años). la prensa empezó a mostrar en sus páginas alegorías republicanas. En su mayoría eran remedos de representaciones ya conocidas, confeccionadas con más voluntad que acierto. Poco quedaba en ellas de la majestuosidad de La libertad guiando al pueblo que Eugéne Delacroix pintó en 1830 en pleno fragor revolucionario. Pero esas alegorías no tenían otro propósito que vincular al nuevo régimen con la tradición revolucionaria de 1789. En una de ellas aparecen (juntas) dos mujeres que representan a ambas repúblicas, la española y la francesa, hermanadas por “el ansia de libertad y la fe en el progreso”. Quizá, de todas las representaciones que circularon en aquellos tiempos de mudanza, la de mayor mérito sea la atribuida al artista valenciano Lluis Dubón, una curiosa mezcla de la tradición neoclásica con las variantes peninsulares del Art Nouveau (Sampedro, 2019, 91).
II
Desde finales del siglo XVIII y hasta los inicios del siglo pasado, Francia vio en el neoclasicismo una forma de expresión de la identidad nacional. Entre otras razones, porque era el contrapunto al intimismo del final del Barroco, con sus pinturas de pequeño formato destinadas al consumo de la burguesía. Las inquietudes estéticas de las últimas obras de Rembrandt hubieran servido de poco para dar forma a la imagen institucional del régimen nacido de la Revolución Francesa. Esa expresión artística que tuvo en David e Ingres su mejor expresión alcanzaría en tiempos de Napoleón una madurez política que influiría en muchos otros países.
Las convenciones del neoclasicismo comenzaron a establecerse medio siglo antes de que Ingres se convirtiera en el gran referente de la pintura francesa. La obra de Jacques-Louis David escenificó los mitos revolucionarios (por discutibles que fueran) en pinturas tan destacadas como La muerte de Marat (1793), una representación idealizada que reduce un hecho real a lo puramente simbólico mediante un primitivismo formal vinculado al arte clásico. En esa obra, David escondió los estragos de la dermatitis que padecía Marat para reducir a lo esencial el carácter emblemático del asesinato político. Gombrich subrayó la importancia de lo primitivo en la representación artística durante gran parte del siglo XIX cuando la referencia al clasicismo y la exaltación del arte griego formaban parte del rechazo a la estética del pasado (Gombrich, 1979, 297). Incluso, Richard Wagner escribió, poco después de la revolución de 1848, Kunst und Revolution donde situaba las raíces de la nueva estética (que apuntaba su propia música) en la reinterpretación del arte clásico (Wagner, 1850).
Pero quizá, la pintura que mejor simbolizó aquella inclinación institucional fue la Apoteosis de Homero que Ingres debió terminar pocos antes de la Revolución de 1830. En esa obra están presentes todas las características que tanto apreciaron los gobernantes de aquel tiempo convulso: el orden, la armonía idealizada de los opuestos, los relatos vinculados a la literatura clásica, las metáforas del heroísmo y los valores tradicionales. En definitiva, una representación de los ideales nacionales en un lenguaje pictórico decididamente institucional (Porcari, 2016, 25).
Aunque el final del neoclasicismo parece vinculado a la transformación social que trajo consigo la Gran Guerra de 1914, es reconocible su presencia en ciertas formas de realismo que sobrevivieron en los regímenes fascistas y comunistas hasta mucho tiempo después. Sin embargo, su influencia dejó de estar presente entre los artistas de vanguardia mucho antes, cuando la fotografía produjo un irremediable impacto en la representación, no solo entre los pintores impresionistas. Además, lo que podría definirse como el universo personal de la creación artística empezó a ocupar un espacio cada vez mayor desde los tiempos (siempre venturosos) de Turner y Ruskin.
III
Edgar Degas vivió lo suficiente para ver el final de aquella época pues murió, en 1917, nueve meses después de la batalla de Verdún. Sus últimos años estuvieron marcados por el desapego hacia una realidad que no entendía y por los problemas en la vista que le impedían trabajar como antes. Por entonces, reunió en su persona dos circunstancias que no guardaban necesariamente relación pero que caracterizaron el final de su vida: su declarado antisemitismo y la afición por la fotografía.
En 1894, Alfred Dreyfus, un militar alsaciano de origen judío, acusado de traición, fue expulsado del ejército y encarcelado. Cuatro años después, Émile Zola publicó su artículo “J’accuse…!”, un alegato contra aquella injusticia que le obligaría a emprender el camino del exilio. La historia es demasiado prolija para resumirla en estas líneas por lo que solo cabe recordar que, tras muchas peripecias, Dreyfus sería reintegrado (de mala gana) en el ejercito en1906.
Con motivo de todo aquello, Degas se volvió decididamente antisemita, una condición compartida con otros pintores impresionistas, especialmente con Renoir que se negó a participar en una exposición con Pissarro por sus orígenes (McCouat, 2012). Los diarios de la joven Julie Manet, sobrina del conocido pintor, recogen con detalle el impacto que el caso Dreyfus produjo entre los pintores y los escritores entre los que se movía: Monet, Pissarro, Proust y Zola eran favorables a Dreyfus, mientras que Degas, Cézanne, Valéry y Rouart se situaban claramente en contra del militar injustamente condenado (McCouat, 2012). Julie recuerda a Renoir hablando de Pissarro como “ese judío, cuyos hijos, que no son naturales de ningún país, no hacen el servicio militar en parte ninguna” (Manet, 1979). Ella misma, que criticaba la virulencia de Renoir o Degas, se mostró escandalizada cuando Émile Loubet, un político no tan reaccionario como hubiera deseado la gente de bien, fue elegido presidente de la República en 1899: “Es horrible que el ejército se vea obligado a servir y defender a un hombre que se pone al lado de sus enemigos. No puede ser francés alguien que sea dreyfusista” (Manet, 1979)
IV
Por otra parte, a partir de 1880, Degas se convirtió en algo más que en un fotógrafo aficionado. La utilización de encuadres ajenos a la tradición pictórica está presente en muchas de sus obras: en la Place de la Concorde, en la que su amigo Ludovi Halevy y sus hijas cruzan la plaza vacía, las figuras aparecen recortadas como en una fotografía mal resuelta (Porcari, 2016, 25).
Aunque dedicó tiempo y dinero a incluir en su colección privada obras de Ingres, Degas mantuvo con el neoclasicismo una relación contradictoria. Era, de todos los pintores impresionistas, el más vinculado a la tradición académica, pero en su pintura es apreciable una llamativa distancia con la opulencia pictórica del arte institucional. En 1885, mientras pasaba el verano cerca del Canal de la Mancha, en casa del propio Halevy, ideó una réplica fotográfica de la Apoteosis de Homero.
Ni siquiera fue Degas quien estuvo detrás de la cámara. La tarea quedó en manos de un modesto retratista, Walter Barnes, que siguió las instrucciones del pintor para registrar aquella parodia, revelar el negativo y hace una copia. Lo que más llama la atención es el contraste entre la exhuberancia compositiva de la obra que tomó como referencia y la modestia de los medios empleados para llevar a cabo su propósito. De forma intencionada o inconsciente, la fotografía criticaba las convenciones artísticas del neoclasicismo institucional que seguía teniendo en Francia una presencia notable. El propio Degas reconocía errores evidentes en su fotografía: las mujeres que sostienen una suerte de corona de laurel sobre la cabeza de Degas se confunden con el fondo y las otras figuras parecen ajenas al sentido general de la composición (Porcari, 2016, 25). A pesar de la vinculación emocional que le unía al gran maestro del neoclasicismo, la composición ideada por Degas en 1885 no deja de ser una parodia que da por superada una estética institucional que nunca compartió.
Desgraciadamente, las ideas políticas de Degas, por poco elaboradas que fuesen, se pondrían de moda en la Francia de Vichy cincuenta años después de hacer esa fotografía.
Referencias
Alcalá Zamora, Niceto (1931) Declaraciones en El amanecer de una nueva era en España, noticiario de la Fox Movietone, junio de 1931
Daniel, Malcolm et al. (1998) Edgar Degas, Photographer, catálogo de la exposición organizada por el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, la Bibliotheque Nationale de Francia y el Musee d’Orsay.
McCouat, Philip (2012) “Julie Manet, Renoir and the Dreyfus Affair”, en Journal of Art in Society.
Gombrich, Ernst (1979) “The Primitive and its Value in Art”, en Woodfield, Richard, ed. The Essential Gombich. Londres, Phaidon.
Manet, Julie (1979) Journal, 1893-1899: Sa jeunesse parmi les peintres impressionnistes et les hommes de lettres. Paris, Librairie C. Klincksieck.
Porcari, George. (2019) “Photographic Adventures with Edgar Degas”, en Greetings From LA: 24 Frames and 50 Years. Los Angeles, Delancey Street Press.
Sampedro, Amparo, ed. (2019) Dubón. Un artista republicà (1909-1952).Valencia. MuVIM.
Russoli, Franco y Minervino, Fiorella (1980) La obra pictórica completa de Degas. Barcelona, 1980.
Wagner, Richard (1850) Die Kunst und die Revolution. Leipzig, Wigand Verlag.