“Lo que llamas el espíritu de los tiempos es, en el fondo, el espíritu de las gentes en quienes los tiempos se reflejan” (Johann Wolfgang von Goethe, 1808)
I
El protagonismo del Estado en la construcción de una comunidad nacional es imposible sin un uso consciente del diseño. Desde 1843 cuando Isabel II accedió al trono hasta que en 1898 la guerra con Estados Unidos terminó con los últimos restos del Imperio, los gobiernos liberales impulsaron un ambicioso programa iconográfico sobre la idea de la nación española.
Para Jordi Solé Tura, “las personas se definen como parte de una comunidad nacional en la que todos los individuos tienen una misma historia” (Solé Tura, 1976, 91). A tales efectos, compartir un pasado común puede ser tan importante como hablar una misma lengua, incluso más. Según Hobsbawm, “la lengua no era más que un modo, y no necesariamente el principal, de distinguir entre comunidades culturales” (Hobsbawm, 1991, 67).
Con ese propósito, la iconografía de los liberales del siglo XIX asumía como propias del Estado liberal mitos y gestas de las que no se tenía mucha certeza histórica. Obviamente, si tenemos dudas sobre cosas que sucedieron hace cincuenta años, como no va a haberlas sobre quién era Viriato o qué sucedió en la batalla de Guadalete. Pero los liberales, animados por el espíritu de la Constitución de 1812, vieron en esas leyendas el fundamento para que una comunidad nacional pudiera caminar unida hacia un futuro incierto. En palabras de Giulio Carlo Argan, el recurso al pasado no es otra cosa que un claro síntoma de una profunda insatisfacción con el presente (Argan, 1980, 78). La España de aquel siglo vivía inmersa en la nostalgia por un imperio que desaparecía sin remedio y la frustración por la incapacidad de sus élites para impulsar la Revolución Industrial.
Sin embargo, la idea de ser español elaborada en el siglo XIX, a partir de la revisión del pasado, no era una fantasía a pesar de su escaso fundamento histórico. Como recordaba Moreno Almansa, “por el contrario, parece profundamente arraigada en la conciencia de cada ser y en la de la colectividad hasta el punto de constituir la definición de su naturaleza” (Moreno Alonso, 1979, 177).
II
Este decidido propósito de dar forma a los mitos de la nación se apoyó, en lo que se refiere a las artes, en diversos instrumentos necesariamente relacionados:
En primer lugar, los planes de estudios de las escuelas de Bellas Artes dieron prioridad a los estilos narrativos frente a las tendencias formalistas o puristas. Con ese fin, el pintor Francisco Mendoza publicó un Manual del pintor de historia donde recopilaba “las principales reglas, máximas y preceptos para los que se consagran al cultivo” de esta práctica tan peculiar (Mendoza, 1870).
Por otra parte, las Exposiciones Nacionales promovieron en esas décadas la pintura de historia con gran entusiasmo. Muchos de los más destacados artistas de aquel tiempo vieron cómo sus pinturas sobre estos asuntos eran premiadas dentro y fuera del país. Además, la creación en 1873 de la Academia de España en Roma supuso un impulso extraordinario a un género que vivía de las tradiciones pictóricas de siglos pasados. Los pensionados debían culminar su periodo de formación en Roma con una gran obra que solía tener como asunto algún acontecimiento histórico. Francisco Pradilla completó sus años en la Academia con su conocida recreación del periplo de la reina Juana acompañando al féretro de su esposo. Con esa obra obtendría la medalla de honor de la Exposición Nacional en 1878 que, según parece, no se había concedido desde hacía catorce años a ningún otro artista (Rincón, 1986, 297).
Por último, los gobiernos liberales encargaron pinturas para decorar con ellas los edificios públicos. Era inevitable que “un género administrativo, producto de unas circunstancias históricas” no tuvo más clientela que el propio Estado (Lafuente Ferrari, 1953, 478). En 1887, Sagasta, presidente del Consejo de Ministros, encargó a Antonio Gisbert una obra de gran tamaño que recordarse El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, con destino al Palacio del Congreso, sede, incluso entonces, de la soberanía nacional (Reyero, 2009, 1.200).
La pintura de historia se ocupó de temas tan dispares como Numancia o Mariana Pineda, y en todos ellos cultivó el victimismo: grandes sacrificios, epopeyas heroicas, pruebas inequívocas de valor y decencia, que terminaban con sus protagonistas en el exilio o en el patíbulo. Por ese motivo, las obras no fueron nunca una representación documental y explicaban las gestas del pasado no como fueron, sino como convenía que hubieran sido para comprenderlas mejor. El objetivo último del artista era “la representación de la escena tal como pudo ser, es decir, como expresión de la idea que de ella tiene la mentalidad colectiva” (Reyero, 1987, 20). Con ese ánimo quedó configurada una imagen histórica de España que pervivió, incluso, cuando esta corriente pictórica cayo en el olvido.
Por otra parte, en algunas ocasiones, los motivos históricos sirvieron de pretexto para la realización de obras que fueran algo más allá de los propósitos ideológicos. Quizá, las dos más representativas de esta manera de ver las cosas puedan ser Isabel la Católica dictando su testamento, de Eduardo Rosales (1864) y, la ya citada Juana la Loca de Antonio Pradilla (1877). En ambos casos, la creación de ambientes, la composición y la compleja interacción entre los personajes que ocupan el lienzo superan el relato político que motivó su realización.
Tras el desastre del 98, esta práctica pictórica perdió definitivamente su razón de ser. En 1901, Joaquín Costa pedía “echar doble llave al sepulcro del Cid” para acabar con los fantasmas del pasado. En su libro Crisis política de España hacía un llamamiento para construir un imaginario nacional completamente renovado: “Desinchemos esos grandes nombres: Sagunto, Numancia, Otumba, Lepanto, con que se envenena nuestra juventud en las escuelas, y pasémosles una esponja” (Costa, 1914, 126)
III
Muchas temas del nacionalismo liberal fueron incorporados a la cinematografía oficial impulsada por el franquismo después de la guerra. Pero, películas estimables como Alba de América (1951), Locura de amor (1948) o La leona de Castilla (1951) no pudieron sobrevivir a los cambios sociales que trajo el crecimiento económico. En la segunda mitad de los años sesenta, la frivolidad inundó las pantallas para alegría de un público poco interesado en las tragedias del pasado.
Lo más parecido al propósito iconográfico de los liberales del XIX en tiempos más recientes lo constituyen diversas series de televisión que se han ocupado del cambio político tras la muerte de Franco. La primera de ellas, La Transición (1995), dio forma a un relato canónico que solo en los últimos años se ha puesto en duda conforme se ha conocido más información sobre los acontecimientos de aquellos años y sus protagonistas. A esa serie documental, siguieron con motivo de alguna conmemoración otras de ficción, no solo en la televisión pública, de muy desigual factura.
En los últimos años, Augusto Ferrer-Dalmau, un pintor catalán especializado en temas militares, ha tenido un éxito extraordinario, inesperado para muchos. Alcanzó un importante reconocimiento institucional por la representación pictórica de las gestas de los soldados españoles en tiempos pasados: los tercios de Flandes o el desastre de Annual son algunos de los temas que pueden encontrarse en su obra donde la cruz de San Andrés compite en presencia con la bandera roja y gualda. El propio pintor ha recordado que no se ve con ánimo de ocuparse de la Guerra Civil por la polémica que despierta algo tan complejo en una España cada vez más polarizada (Barreira, 2019).
Hace años su obra hubiera sido considerada anacrónica, no hubiera despertado el interés que ha despertado en la actualidad. Si hoy lo tiene, es porque el país ha cambiado y la cultura que sustenta la interacción política (y también social) es muy distinta a la que caracterizó a las décadas pasadas.
Referencias
Almirall, Valentí (1886) España tal como es. Madrid, Seminarios y Ediciones, Introducción de Antoni Jutglar, edición de 1972.
Argan, Giulio Carlo (1980) “El valor de la figura en la pintura neoclásica”, en Francastel et al. Arte, arquitectura y estética en el siglo XVIII. Madrid, Akal.
Barreira, David (2019) “Augusto Ferrer-Dalmau: no puedo pintar la Guerra Civil porque me voy a meter en un lío”, en El Español, 8 de diciembre de 2019.
Costa, Joaquín (1901) Crisis política de España (Doble llave al sepulcro del Cid). Madrid, Biblioteca Costa.
Goethe, Johann Wolfgang von (1808) Faust. Eine Tragödie. Tubinga.
Hobsbawm, Eric (1991) Naciones y nacionalismo desde 1870. Barcelona, Crítica.
Lafuente Ferrari, Enrique (1953) Breve historia de la pintura española. Madrid, Tecnos.
Moreno Alonso, Manuel (1979) Historiografía romántica española: introducción al estudio de la historia en el siglo XIX. Universidad de Sevilla.
Prego, Victoria y Elías Andrés (1995) La Transición. Televisión Española.
Reyero, Carlos (1987) Imagen histórica de España, 1850-1900. Madrid, Espasa Calpe.
Reyero, Carlos (2009) “El reconocimiento de la nación en la historia. El uso espacio-temporal de pinturas y monumentos en España”, en Arbor nº 740. noviembre, diciembre de 2009.
Rincón, Wifredo (1986) “Francisco Pradilla y la pintura de historia”, en Archivo Español de Arte. Vol, 59. nº 235. Madrid, Centro Superior de Investigaciones Científicas.
Solé Tura, Jordi (1976) “Historiografía y nacionalismo. Consideraciones sobre el concepto de nación”, en Once ensayos sobre la historia. Madrid, Fundación Juan March y Rioduero.