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La columna de Eugenio Vega: Esther y su mundo

La columna de Joan Costa en Experimenta

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“Tres niños, de seis a ocho años, colgaron desnudo de un árbol a otro de siete con las manos atadas a la espalda, para quemarle luego con unas cerillas. Los oficiales a cargo de la investigación descubrieron que estaban recreando una historia leída en un cómic” (Fredric Wertham, 1954).

I

1974, año de incertidumbre para las economías europeas, se inicio en España con dos hechos de singular relevancia. Arias Navarro, un oscuro personaje carente de mérito alguno, fue nombrado presidente del Gobierno. Pocos días después, la revista Lily (en su número 361) comenzó a publicar, a razón de dos páginas semanales, las aventuras de Esther y su mundo escritas por Philip Douglas y dibujadas por Purita Campos. Aunque ambos sucesos no tuvieran relación, mostraban la compleja diversidad de la sociedad española en los últimos años del franquismo. 

Editorial Bruguera propuso a Purita Campos (1937-2019), una ilustradora vinculada la moda, que dibujase una serie que inicialmente se publicaría en el Reino Unido con el titulo de Patty’s World. Esther era una adolescente de trece años de edad que había perdido a su padre y tenía que aceptar que su madre volviera a casarse; las relaciones con sus amigas y sus amores más o menos platónicos constituían el eje argumental de la serie. Eran todavía los grandes años de Bruguera, cuando Lily vendía más de 40.000 ejemplares semanales y el conjunto de todas sus revistas superaba el millón, una inmensa cantidad de jóvenes lectores a los que era necesario educar en los hábitos que dan sentido al sistema económico. Lily, desde sus inicios, fomentaba prácticas de consumo asociadas con eso que ahora llaman industrias creativas, esencialmente, el cine, la moda y la industria del disco. Pero también propiciaba la participación de las lectores (y los lectores): así, por ejemplo, en la sección Por un día ¿Quién te gustaría ser?, Montse, una amable lectora, contestaba con profunda convicción que “querría ser Jackie Onassis para tener una intensa vida social”.

Doble página de la sección de música, cine y televisión del número 603 de la revista Lily. 25 de mayo de 1973.

Por otra parte, casi todo lo que publicaba la revista eran series británicas, una tímida señal de cómo la cultura anglosajona comenzaba a desplazar a la francesa de su privilegiada posición en la vida española. El atractivo de Esther tenía mucho que ver con el Reino Unido y su ambiente de libertad que lo hacía tan diferente de la España de los telediarios. Purita Campos explicaba este aspecto de sus historias:

“Nuestra serie era un reflejo de la sociedad inglesa de entonces, que no tenía nada que ver con la sociedad que teníamos aquí, mucho más cerrada. Las niñas españolas veían una sociedad como la que les hubiera gustado vivir, por eso las atraía tanto” (Campos, 2020).

Para quienes por entonces comenzamos a leer Lily y, en especial Esther y su mundo, eran muchas sus novedades, acostumbrados como estábamos a la ausencia de sentimientos que caracterizaba a los tebeos para niños. Las relaciones personales, su principal argumento, sorprendían a cualquier lector viciado en sus inclinaciones estéticas por esas otras aventuras donde la interacción humana consistía en que un personaje tirase a otro por un barranco.

II

Formalmente, las páginas de Esther y su mundo estaban más pensadas para los diálogos (sobre los misterios insondables de la vida humana) que para cualquier otra cosa. No había muchas escenas horizontales porque no abundaba esa tradicional acción de los tebeos que implica movimiento de personas y cosas a velocidades vertiginosas. Además, cuando algún personaje sufría un percance (un accidente de tráfico, por ejemplo) no se recuperaba en la siguiente escena, como era costumbre en los dibujos animados y en las historietas de Ibáñez.

Otro aspecto llamativo era el desinterés de Purita Campos por los automóviles. Los coches en Esther y su mundo (pero también en otras series como Candy, modelo en apuros) no se parecían a ningún modelo conocido. Eran una suerte de síntesis de todos los posibles cuya única función era contribuir al atrezzo, al escenario en que sucedían las distintas escenas. Por el contrario, en Tintin, se dibujaban los modelos de automóvil con el necesario detalle como para que fueran reconocidos por cualquier lector por quisquilloso que fuera; y, para colmo de males, quienes conducían coches italianos parecían ser menos simpáticos que quienes conducían coches franceses. Por otra parte, era costumbre que revistas como Tintin, Spirou, Pilote (en su primera etapa), Trinca, Gran Pulgarcito o la alemana Zack tuvieran secciones dedicadas al mundo del motor. En Spirou, a partir de 1950. André Franquin, siempre interesado por los automóviles, llevó junto al periodista especializado Jacques Wauters la sección Spirou Auto durante muchos años (Chimits et al. 2007). 

En cierto modo, las diferencias entre las historietas masculinas y femeninas tenían que ver con dos aspectos vinculados al diseño: el primero, como se ha apuntado, era la relación entre los personajes, más realista, más humana en las revistas para chicas; el segundo, el uso de los objetos en esa interacción. Aunque, como se ha dicho, en series como Esther y su mundo su presencia parecía exclusivamente instrumental, los objetos tenían también una justificación simbólica de gran importancia. La interacción con un artefacto (o la posesión del mismo) podía definir una posición social (como sucede en la vida diaria), de tal forma que los productos de consumo servían para expresar estilos de vida. 

Por el contrario, en las historietas franco-belgas más ortodoxas, los objetos eran habitualmente el centro de la narración, el motivo en muchos casos por el que existían los personajes. De los veintitrés títulos de las Aventuras de Tintín, doce tenían por eje principal un objeto: Los cigarros del Faraón, La oreja rota, El cetro de Ottokar o Las joyas de la Castafiore son algunos ejemplos; y algo parecido sucedía en el Astérix de Goscinny y Uderzo, donde abundaban títulos como La hoz de oro, El escudo arverno, Astérix y el caldero o Los laureles del César, cuya trama consiste en encontrar algo que ha desaparecido.

III

De todos los artistas europeos que se ganaron la vida dibujando tebeos, el más dotado fue seguramente André Franquin (1924-1997), quien tuvo a su cargo la serie Spirou más de veinte años. Sus páginas son una expresión interminable de acción continua donde el movimiento de objetos y personajes es el principal protagonista de la historia. La presencia de los automóviles es consustancial a su estilo narrativo, no solo por su fiel reproducción de los modelos comerciales sino por su imaginación para crear artefactos inexistentes. En Spirou y los herederos (1952), la invención de un aparato volador a que obligaba el testamento, permite al autor crear artefactos en la mejor tradición del formalismo del pasado siglo. En cierta forma, Franquin, fascinado por la ingeniería y la mecánica, era un diseñador malgré lui que ocupaba horas en concebir objetos que, como se demostró años más tarde, pudieron llegar a hacerse realidad aunque no por su propia iniciativa. 

Quienes conozcan su obra, recordarán el Turbotraction, un automóvil aerodinámico de tracción delantera que apareció por primera vez en El cuerno de rinoceronte (1955). Medio siglo después, con motivo de la exposición sobre Franquin que tuvo lugar en la Ciudad de las Ciencias y la Industria de París, el carrocero Franco Sbarro construyó, a partir de los dibujos de aquel vehículo, un prototipo capaz de circular por las carreteras. Fue necesario hacer algunas ligeras modificaciones para permitir una mejor apertura de las puertas, del capó y de la tapa del maletero, pero la invención del dibujante se hizo realidad. En la muestra, se incluyó también una reproducción tridimensional del Turbot II, la versión actualizada que Spirou y Fantasio conducirían a partir de 1959. Con los años, Franquin terminó decepcionado por los efectos de la industria del motor en el medio ambiente y por la invasión del automóvil en las ciudades. En realidad, la última etapa de su carrera, que coincidió con largos años de depresión, se materializó en una serie, Ideas negras, que le alejó definitivamente de entusiasmo tecnológico por el que es recordado.

El Turbot II en una exposición sobre André Franquin organizada en Bruselas. Fotografía de Björn Kristinsson (2007), publicada con el consentimiento de su autor.

IV

Quizá sin pretenderlo, Purita Campos y André Franquin, como tantos otros creadores, contribuyeron desde las páginas de los tebeos a instruir a millones de niñas y niños en las prácticas sociales que sostienen la sociedad de consumo y, con ella, la civilización misma. 

Referencias  

Kristinsson, Björn (2007) Franquin Exhibition in Bruxells, disponible en https://www.flickr.com/photos/beertje/albums/72157600075918262

Chimits, Xavier y Pedro Inigo Yanez (2007) Le garage de Franquin. Marsu.

Franquin, André (1955) La Corne de rhinocéros. Marcinelle, Dupuis.

Franquin, André, Michel Regnier y Jean De Mesmaeker (1961) Z comme Zorglub. Marcinelle, Dupuis.

Migoya, Hernán (2020) “Entrevista con Purita Campos, la creadora de Esther y su mundo, en Cualia, disponible en https://cualia.es/entrevista-con-purita-campos-la-creadora-de-esther-y-su-mundo/

 Sbarro, Franco (2004) Sbarro Turbot Rhino I, disponible en http://sbarro.phcalvet.fr/voitures/turbotraction/turbot_rhino1gb.html

Tebeos de Lily (2022), disponible en https://www.facebook.com/TebeosDeLily/

Wertham, Fredric (1954) Seduction of the Innocent. Reinhart & Company.

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