La columna de Joan Costa en Experimenta

La columna de Eugenio Vega: ¿Sabes que nuestros vecinos ya se han comprado un menhir?

A principios de los años setenta, Victor Papanek publicó su conocido libro Design for the Real World, donde, entre otras cosas, culpaba al diseño de ocuparse de asuntos que tenían poco que ver con la realidad y acusaba a quienes lo practicaban de desentenderse de los problemas de la gente. No era el único que pensaba y decía algo parecido, pero su influencia dejó huella en una generación que hacía responsable al sistema económico de un consumo sin sentido y de una inminente catástrofe ecológica. Siguiendo sus ideas, los jóvenes diseñadores de aquel tiempo consideraban superada la etapa del “consumo democrático” y querían resolver con el diseño los grandes desafíos de la humanidad.

Por otra parte, la acusación de Papanek de que el diseño no tiene otra función que vender cosas inútiles a gente que no las necesita es asumida por quienes aceptan (con mayor o menor entusiasmo) que ese diseño “conspicuo” contribuye al funcionamiento del sistema económico. El economista John Kenneth Galbraith en The Afluente Society (La sociedad opulenta, 1955) compartía en alguna medida esa convicción cuando veía en el diseño un medio para alimentar las necesidades de los consumidores en un sistema que vive del crecimiento constante. Y se preguntaba por qué hacía falta gastar enormes cantidades de dinero para crear en el consumidor la necesidad de comprar un cereal para el desayuno si de verdad era algo tan imprescindible para la vida humana (Galbraith, 2004, 155). Sin embargo, no deja de llamar la atención que esta teoría sea asumida, tanto por quienes critican el sistema económico (debido a lo injusto de sus objetivos), como por sus defensores más entusiastas, que ven en la creación de necesidades una fuente inagotable de riqueza. 

Por decirlo de otro modo, la industria supo hacer de la “necesidad” virtud y dio con una fórmula para estimular el consumo. El diseño se convirtió en un instrumento para la creación de esas necesidades por su capacidad para revestir los productos industriales de formas atractivas y novedosas, capaces de expresar significados sociales.

I

Aunque es una actividad económica, el diseño no responde de manera inmediata a las fluctuaciones del mercado. Como señalaba Guy Julier, a finales del siglo pasado, su relación con las políticas liberales en un marco de globalización se volvió aún más estrecha y provocó un extraordinario crecimiento del diseño que adquirió también visibilidad (Julier, 2017, XIII). En las últimas décadas, esa presencia cada vez mayor ha tenido mucho que ver con la integración de la tecnología digital en los productos de consumo, un proceso que sacó a la informática de esos oscuros armarios que eran los laboratorios y la plantó en medio de los hogares.

Sin embargo, como actividad profesional, el diseño ha podido escapar (más de una vez) a las turbulencias económicas. Así sucede que no se hunde necesariamente en los momentos de crisis, pero tampoco crece cuando la economía se recupera. Tras la crisis económica de 2008, el PIB del Reino Unido entró en una profunda recesión, mayor aún que la sufrida durante los años treinta (Julier, 2017, 11). Pero, a pesar del estancamiento de la economía británica, las industrias creativas mostraron un significativo progreso: el diseño creció un 8 % hasta 2012, y el empleo en ese sector aumentó un 10,8 %, mientras que las denominadas “industrias creativas” lo hicieron en un 16,2 % (Julier, 2017, 49).

El Chrysler Airflow de Carl Breer en la sala de exposiciones del Chrysler Buiding en Nueva York en 1937. A pesar de su avanzado diseño no tuvo el esperado éxito comercial. US Library of Congress. Dominio público.
El Chrysler Airflow de Carl Breer en la sala de exposiciones del Chrysler Buiding en Nueva York en 1937. A pesar de su avanzado diseño no tuvo el esperado éxito comercial. US Library of Congress. Dominio público.

Sin embargo, no hay datos que permitan defender la idea de que un mayor uso del diseño contribuya a una mejora de la economía. Julier llamaba la atención sobre uno de los episodios más recordados: la aparición en escena de diseñadores tan conocidos como Raymond Loewy, Norman Bel Geddes, Walter Dorwin Teague y Henry Dreyfuss durante la Gran Depresión. Apenas se discute que todos ellos ayudaron a las empresas de aquel país a posicionarse en el mercado gracias al rediseño de sus artículos y al uso de la identidad corporativa. La versión comúnmente aceptada es que el innovador lenguaje del Streamline y la obsolescencia intencionada crearon necesidades en los consumidores que hicieron aumentar las ventas en un mercado deprimido. A partir de ese relato, se tiene al diseño por una herramienta capaz de impulsar el crecimiento en tiempos de penuria económica. Pero, en palabras de Julier, “no hay cifras que permitan saber si esto sucedió con la industria del diseño estadounidense en la década de los treinta”, o si, más bien, es una conclusión fundada en unos pocos diseñadores. (Julier, 2017, 48).

II

Fuera o no cierto, en los años de inestabilidad que siguieron a la caída de Lehman Brothers en 2008 la idea del diseño como un factor para la reactivación económica estaba muy extendida. 

Ahora bien, parece que la crisis actual tiene características peculiares que impiden hacer comparaciones con otras parecidas: ni las causas son las mismas, ni las sociedades que sufren sus consecuencias se parecen lo suficiente. En 2020 han confluido de forma abrupta el colapso de la oferta, debido a la paralización de la actividad economía (por las medidas de confinamiento), y el colapso de la demanda por el retraimiento de los consumidores, una coincidencia poco habitual y menos aún con la intensidad con que se ha producido. 

Tal vez, desde el punto de vista del propio sistema económico (no tanto de las personas), la única ventaja de esta crisis pueda ser su capacidad para acelerar los procesos de digitalización en el comercio, la sanidad y la educación. En 1997, en un libro titulado The Death of Distance (La muerte de la distancia) la economista liberal y colaboradora de The Economist, Frances Cairncross, señalaba la importancia de las telecomunicaciones y la informática en la cada vez menor importancia de la distancia en los negocios y en la vida diaria. Desde finales del siglo pasado el coste de la transferencia de información se redujo prácticamente a cero y, en pocos años, eso mismo sucedió con aquellos productos (como la música y los audiovisuales) que pudieron digitalizarse por completo. Parece también que los sectores productivos más resistentes a la crisis actual son aquellos que habían conseguido deshacerse a su debido tiempo de la “naturaleza terrenal” y eran capaces de sobrevivir en una sociedad sin contacto. 

Lógicamente, no todo son ventajas. Esa interacción física tan limitada tendrá consecuencias sociales y económicas porque afecta a toda forma de relación. Así, por ejemplo, el trabajo, cada vez menos socializador, dejará de ser el principal signo de identidad personal como era hasta ahora.

Pero la progresiva pérdida de contacto entre los seres humanos no debe hacer creer que las leyes de la física vayan a dejar de estar en vigor por muchas redes sociales que nos controlen. Aunque podamos comprar mil cosas con nuestros ordenadores y teléfonos móviles, ni los alimentos ni las medicinas podrán descargarse de un sitio en Internet para consumirse de inmediato, al menos en los próximos años. La naturaleza terrenal de los seres humanos no desaparecerá fácilmente y las enfermedades infecciosas (como se ha podido comprobar) seguirán condicionando la vida social.

En Obélix y compañía, Goscinny y Uderzo (1976) cuentan cómo un genio de las finanzas (joven y ambicioso) convence a Julio César para que compre a los habitantes de la aldea gala cuantos menhires puedan producir, que son muchos. Y para recuperar parte del dinero público que han invertido en tal enredo, animan a los ciudadanos de Roma a comprarlos, haciendo ver lo “necesario” que es un menhir para alguien que se precie de estar a la última: “¿Sabes que nuestros vecinos, los Incongruentus, ya se han comprado un menhir? ¡Están más contentos…!”, le dice una mujer a su marido en el circo. Sabido es que la historia termina con el estallido de una gran burbuja que dejó en la ruina a muchos romanos imprudentes que habían entrado en una industria, la del menhir, que prometía grandes e  inmediatos beneficios. 

No parece que la idea de crear necesidades para fomentar el consumo sea lo más razonable en una crisis en la que hay algo más que un desajuste entre oferta y demanda. El diseño puede servir para resolver los problemas más acuciantes a que nos enfrentamos. Para ello debe impulsar una nueva forma de cooperación que atienda esos desafíos, de tal manera que permita, en definitiva, “diseñar para el mundo real”.

Referencias 

Galbraith, John Kenneth. (2004) La sociedad opulenta. Barcelona, Ariel.
Goscinny, René y Albert Uderzo. (1976) Obélix et compagnie. París, Hachette.
Julier, Guy. (2017) Economies of Design. Londres, SAGE.
Papanek, Victor. (1973) Design for the Real World. Albert Bonniers Förlag.

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