I hear babies cryin’, I watch them grow
They’ll learn much more than I’ll ever know
And I think to myself, what a wonderful world
(George Weiss, Bob Thiele, Louis Armstrong, 1967)
En octubre de 1989, unos 15 días antes de que cayera el muro de Berlín, Eric Hobsbawm dio una conferencia en la Biblioteca Nacional en Madrid donde había congregado a un público numeroso y diverso entre el que yo me encontraba. Años después, el historiador británico elaboró la teoría de que el siglo XX que, había comenzado con la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, concluía con la desintegración de la Europa socialista. Era, en consecuencia, un siglo “corto”, asociado para siempre al auge y al colapso del comunismo. Pero en aquellos días previos a la desintegración de la República Democrática Alemana, nadie, ni siquiera Hobsbawm, creía que el final estuviera tan cerca.
I
Como es costumbre la charla tuvo el aperitivo de la habitual presentación llena de elogios sobre la relevancia histórica y política de alguien que había vivido y estudiado tantos acontecimientos históricos. Aplaudimos al presentador como corresponde (es decir, por mera cortesía), prestos a escuchar al ilustre invitado. Pero tras unos cuchicheos en la mesa se inició un continuo ir y venir de personas que hablaban, se metían en un cuarto (detrás del público) y regresaban sin nada. Aunque los temores se desataron entre los presentes, no parecía que se tratase de una performance vanguardista ni de un programa de cámara oculta. Finalmente, supimos que el sistema de traducción simultánea se había estropeado o que, tal vez, nunca estuvo en disposición de funcionar (o ambas cosas a la vez) y que no podían traducir a la lengua del Imperio las palabras del conferenciante. Que si nos parecía bien, hablaría en inglés (pero despacio) para que pudiéramos entender lo que nos iba a contar.
Pero Hobsbawm, hombre práctico que, con seguridad, había actuado en plazas peores, dijo que no era necesario, que haría el esfuerzo de explicarse en nuestro idioma que conocía lo suficiente como para hacerse entender (al igual el francés, el italiano, el yidis y el alemán, su lengua materna). De inmediato, se puso a contarnos lo que quería decir en un castellano más que aceptable, con algunos errores pero haciendo, incluso, hacer alguna broma.
Habló de la magnitud que la barbarie había alcanzado durante el siglo pasado y de cómo las grandes transformaciones técnicas y económicas se habían producido de forma paralela a la capacidad creciente para acabar con los recursos naturales. Dijo que los cambios que estaban teniendo lugar en aquel momento en Europa Oriental señalaban la incapacidad de sus sistemas políticos para adaptarse a un mundo que vivía el periodo más revolucionario de su historia. Pero recordó que esas mismas estructuras habían permitido la reconstrucción de la posguerra, sobre todo en la Unión Soviética.
Parte de aquella intervención la dedicó a señalar el peso de la cultura material en la historia y en su manera de comprender el devenir de la humanidad. Pero de todo lo que nos dijo, para mí, lo más sorprendente fue su confesado interés por el jazz que le llevó a ser crítico musical durante un tiempo con el pseudónimo de Francis Newton, en homenaje a Frankie Newton, un trompetista que acompañó más de una vez a Billie Holiday.
En 1959, Hobsbawm publicó The Jazz Scene, una obra sobre los procesos sociales que favorecieron el desarrollo del jazz en la primera mitad del siglo pasado donde explicaba las razones de su expansión y la manera que se insertó en la cultura moderna. En su opinión, el jazz contribuyó a una cierta forma de resistencia social para la minoría afroamericana en los años más difíciles de la segregación.
El libro no se parecía en nada a esas crónicas sentimentales que se esperan de los aficionados a cualquier cosa y, aunque el autor rendía un merecido homenaje a los más reconocidos intérpretes, los artistas parecían tener un papel secundario.
II
Un par de años antes, Adrian Forty, por entonces profesor en el University College de Londres, había publicado Objects of Desire, con una parecida intención de explicar las raíces sociales y económicas del diseño sin apenas citar en sus páginas a los diseñadores que suelen aparecer en ese tipo de libros. En su opinión, como cualquier actividad que precise de algún tipo de infraestructura industrial y de canales de distribución, en las sociedades capitalistas el propósito de manufacturar artefactos, un proceso del que el diseño forma parte, no es otro que la obtención de beneficio. Forty advertía que gran parte de la literatura sobre la matería había insistido en exceso en la idea de que la función principal del diseño era embellecer las cosas: “Algunos estudios sugieren que es un método para resolver problemas, pero solo en ocasiones se ha querido mostrar que tiene algo que ver con el lucro, y aún más raras veces se ha visto como relacionado con la transmisión de ideas” (Forty, 1986, 6).
Su intención era desligarse “del artificio excesivamente autobiográfico que muestra al diseñador como un genio solitario, artísticamente creativo, públicamente visible y adelantado a su tiempo” (Krippendorf, 1995, 4) y que se ve promovido por fabricantes o empresas a la manera que en el pasado los monarcas protegían a los artistas de la corte para ocultar su poder detrás de preocupaciones culturales.
Con motivo de la publicación de Objects of Desire, Robin Kinross, el conocido editor de Hyphen Press, escribió una reseña en la revista Designer donde señalaba que, quizá de forma inconsciente, Forty estaba haciendo un análisis marxista del diseño con su insistencia en las razones económicas que lo impulsaban. Sin negar la importancia que el beneficio tenía en la realidad social del diseño, Kinross señalaba algunos excesos esa la interpretación de Forty, por ejemplo, cuando se refería al mapa del metro de Londres, dibujado por Harry Beck, como un intentó de manipular la realidad geográfica para animar a los viajeros a visitar las estaciones más lejanas. Y hacía ver que la pretensión del autor no era otra que construir una historia del diseño sin diseñadores (Kinross, 2002, 158).
Mucho de verdad había en ello porque Forty huía de la costumbre de relacionar a unos creadores con otros, señalando influencias y contrastes entre maestros y discípulos. Mucho antes, en 1964, el MoMA había organizado una exposición, Architecture without Architects (Arquitectura sin arquitectos) de la que salió un libro de Bernard Rudofsky que se ocupaba del arte de construir como un fenómeno universal al margen de la estirada profesión de la arquitectura. La idea de que una gran parte del arte y el diseño se desarrollan sin la participación de quienes son reconocidos como profesionales o expertos ha recibido una mayor atención en las últimas décadas, aunque no es posible aquí extenderse más en ello.
III
Juan Tebas, presidente de la Liga de Fútbol Profesional, repite más de una vez que lo importante del fútbol son los jugadores, que “no puede haber circo sin artistas”, viene a decir. Una afirmación que suelen hacer también suya algunos entrenadores cuando, después de una derrota, ven su cabeza en peligro. Sin duda, los grandes músicos de jazz forman parte, con todo merecimiento, de esa historia en la que están Beethoven, Rembrandt o Picasso: el jazz es una parte de la historia del arte. Pero no queda tan claro que una historia del diseño sea (o deba ser) algo parecido. Cierto es que personajes tan conocidos como Stark, Carson o Sagmeister practican una actividad que convierte a sus creaciones en pequeñas (o medianas) obras de arte en busca de reconocimiento cultural.
Pero esa convicción en la naturaleza expresiva de su trabajo, hace que el desmedido interés por los significados olvide asuntos tan prosaicos como la utilidad de las cosas, una carencia que acompaña al formalismo de la modernidad desde sus inicios.
Referencias
Forty, Adrian. (1986) Objects of desire. Londres, Thames and Hudson.
Hobsbawm, Eric. (1975) The Jazz Scene. The roots of Jazz. Londres, Weidenfeld & Nicolson.
Kinross, Robin. (2002) Unjustified texts: perspectives on typography. Londres, Hyphen Press.
Rudofsky, Bernard. (1964) Architecture without Architects. Nueva York, Museum of Modern Art.